Los detonadores del Che
Hugo Montero/El Furgón – El Che Guevara no estuvo solo en la selva boliviana. Un puñado de valientes guerrilleros lo acompañó en aquella aventura y compartió con él su objetivo revolucionario. Uno de ellos era peruano, Juan Pablo Chang. El Chino, que pasaba por la columna para irradiar el modelo guerrillero en su país, se terminó quedando al lado del Che hasta el final de esta historia.
1- ¿Qué empuja al último hombre de la columna nocturna? En la marcha, apenas el ruido de la hojarasca reseca por el barro al paso de los guerrilleros, el gemido de los agotados caminantes cargados de mochilas y fusiles, sucios de hambre y un cansancio que de a ratos se hace sueño o pesadilla, y un silbido de voz afónica que organiza, el halo de luz de una linterna que encabeza la fila, y una soga. Una soga que sostiene un compañero, mientras en el otro extremo el Chino se aferra a ella como a la tabla de un náufrago. Con sus lentes destruidos, la noche es un abismo para su miopía. Avanza en el vacío, el Chino, sin lograr ver más que sombras. Tropieza, se incorpora, camina aferrado a esa soga que, en el negro de sus ojos, es lo único que lo mantiene unido a la columna. La marcha se demora por sus dificultades, el Chino disimula su desesperación, oculta la pesadumbre de saberse un obstáculo para avanzar más rápido, para escapar del cerco militar. Y en el apuro por no perder a los demás, trastabilla y cae. Una y otra vez. Cae, manotea la soga, la encuentra, se levanta y sigue. No está solo: los compañeros lo esperan, el Che vigila paciente sus torpes movimientos, frena la marcha. “El camino de noche ha sido como caminar en el infierno, espinas en el suelo que por andar en abarcas se nos clavan en los pies y piernas a los lados a la altura de la cabeza, ha sido terrible. Sólo la voz de Fernando [apodo del Che avanzada la guerrilla] hace que la gente camine. La guerrilla es lenta por hombres como el Chino”, describe Pombo. Horas después, en su diario de campaña fechado el 7 de octubre de 1967, el Che anotará: “A las 22 iniciamos una fatigosa marcha nocturna demorada por el Chino, que camina muy mal en la oscuridad”.
Desesperado, el Chino se pone de pie, y camina. Apenas escucha el susurro del Che, una palabra de aliento, y no necesita más para no dejarse vencer. Una sustancia indefinida llamada voluntad, llamada conciencia, le permite seguir adelante, avanzando en la penumbra de sus ojos húmedos. Sólo las imágenes de los recuerdos surgen nítidas en la memoria del Chino. Las manos en la soga, los pies en el barro, el silencio, el jadeo asmático del Che, los sonidos vacíos de la noche, y el cerco que se estrecha tras sus pasos lentos.
2- En el recuerdo de Héctor Béjar, el Chino ya era una leyenda desde sus tiempos de estudiante en San Marcos. Su biografía marcada por destierros, entradas a prisión y protagonismo en manifestaciones, lo habían transformado en un mito entre los jóvenes limeños que salían a las calles a repudiar la visita de Nixon al Perú. En esa oportunidad, como en tantas otras, un grupo de compañeros resguardaba al Chino ante cada avanzada policial por una simple razón: cuando perdía sus anteojos, deambulaba en penumbras por su aguda miopía y se volvía presa fácil para los uniformados. “Era simpatiquísimo y tenía una gran capacidad de convencimiento. Reclutaba a todo el mundo, siempre sonriendo, incluso ante la adversidad. El Chino era un ídolo para nosotros, pero siempre en el terreno de la lucha política”, evoca Béjar, quien junto a Chang compartió presidio en 1958, y también la experiencia en la Juventud Comunista, una vez decepcionados del viraje conciliador del APRA, a principios de los años cincuenta.
Pero más allá de sus limitaciones físicas, Chang se hizo un lugar en cada acción callejera contra la dictadura de Manuel Odría, lo que le significó años de prisión, más tarde la deportación rumbo a Argentina y la expulsión de allí también por participar de protestas estudiantiles contra el gobierno peronista. Errante vagabundo, un nuevo cambio de rumbo, a Bolivia primero y a México después. En el exilio, se vinculó con parte de la intelectualidad peruana que, como él, ansiaba encontrar el rumbo revolucionario para volver a casa. En el DF conoció a Manuel Scorza, a Luis de la Puente Uceda, a Gustavo Valcárcel, y se enamoró de la colombiana Irene Valencia: con cada uno de ellos imaginó un futuro ligado al retorno a su patria, a generar el chispazo que encendiera la pradera. Uno de sus compañeros en esas conspirativas tertulias de madrugada, Jorge Turner, lo define: “Era una persona bondadosa y amable, muy firme en sus convicciones. Estaba muy lejos de su ánimo el dogmatismo y era comprensivo frente a los problemas de los demás. Mantenía una actitud unitaria hasta donde fuera posible. Como todo peruano, era mariateguista, pero era consciente de que a Maritátegui había que actualizarlo, y que la mejor manera de hacerlo en su momento era asumirse marxista leninista”. Por su parte, la poeta Rosina Valcárcel, entonces una tímida niña que presenciaba las interminables reuniones nocturnas en la casa de sus padres con curiosidad, describe: “Mientras jugamos a las escondidas, en nuestro hogar se oyen valses y algunos tangos de Carlos Gardel que papá y mamá bailan majestuosos. Gracias al calor que ellos brindan a varios compatriotas, nos llueven más lecciones como las narraciones paisajísticas que Juanito Chang nos cuenta al atardecer”. Año más tarde, le dedicará algunos versos: “En una ronda cálida, bajo el mágico arco iris, te recibimos jubilosos./ Traías en tu bolsillo una vieja esperanza inmensa./ Eras tímido y nos sonreías como un girasol/ al atardecer inventabas cuentos fabulosos y así le perdimos miedo a los ojos de la noche”.
Por tanto, a los 23 años Chang ya contaba con cuatro destierros en su prontuario y una leyenda que crecía entre los estudiantes limeños: su regreso clandestino a Perú, su activismo incansable en Cuzco, su deseo de consolidar la unidad de la izquierda detrás de un proyecto revolucionario, su participación en el Comité Central del Partido Comunista y su mirada crítica sobre las opciones reformistas de sus camaradas. En una de sus escalas como desterrado crónico, recaló en París, y allí estrechó lazos con el intelectual Regis Debray, con la guerrilla argelina y hasta con revolucionarios del Frente de Liberación de Mozambique. A su regreso de Europa, Chang había transformado sus críticas al PC en una convicción que desencadenaría su expulsión por denunciar en 1959 el “cretinismo parlamentarista”. A partir de 1961, su trabajo político giró alrededor de la búsqueda de unidad de las fuerzas de izquierda, y el resultado de ese esfuerzo fue la formación del Ejército de Liberación Nacional (ELN) un par de años más tarde, casi al mismo tiempo en que consolidaba su vínculo con la revolución cubana. En La Habana, se reunió con un viejo amigo llamado Ernesto Guevara: lo conocía de su paso por México años atrás, antes de que aquel argentino se sumara a la expedición del Granma. La llave de esa relación era la amistad con la entonces compañera del Che, la también peruana Hilda Gadea. “No creo en los revolucionarios de café”, dicen que le dijo al joven Guevara. Las alternativas del exilio, el devenir de la lucha política y cuestiones ideológicos lo habían distanciado de aquel argentino que en ese momento, no dudó en compartir su plan estratégico con ese militante peruano que parecía dispuesto a encabezar la lucha armada en su patria.
3- En agosto de 1966, dos mensajeros del Chino arriban al campamento del Che en Bolivia. Aseguran que en Perú está todo listo para la anunciada instalación de un foco, con el Che a la cabeza, en una región selvática; que la estructura clandestina se ha reconstruido pese a las caídas de los miristas Uceda y Guillermo Lobatón en el monte, y la captura de Béjar y de Ricardo Gadea, del ELN. Pero lo que el Chino no sabe es que el Che ha cambiado de opinión, y las razones estaban ligadas a los traspiés de aquellas experiencias guerrilleras del MIR peruano.
“La verdad es que Ramón [primer apodo del Che] no puede entrar allí. Todavía tienen que aclararse muchas cosas”, opina Pombo sobre la propuesta del Chino. A sabiendas de la frustración que la novedad le significaría a Chang (“El Chino manifiesta no comprender por qué de la prioridad a Bolivia. Considera que ellos, aunque van trabajando lento, tienen la decisión de ir a la lucha y que las condiciones que puedan faltar en la lucha se crean”, anota Pombo), el Che le ofrece sumar algunos hombres a la columna boliviana como entrenamiento para trasladar la experiencia en la futura aventura guerrillera en Perú. Sabe que de ese modo está “internacionalizando” la lucha, aún antes de reunirse con Mario Monje y conocer la opinión del PC boliviano sobre su proyecto, pero prefiere asumir los riesgos e invitar al Chino. Su primera visita al campamento se realiza el 2 de diciembre, y el Che lo está esperando. Chang ya ha dejado atrás cualquier resabio de decepción por la decisión de priorizar Bolivia por sobre Perú. “Temprano llegó el Chino, muy efusivo. Nos pasamos el día charlando”¸ informa Guevara en su diario, poco después de acordar con él un viaje a Cuba para informar la situación, dar cuenta de su pedido de armas, planificar la llegada de dos peruanos a la columna en el corto plazo, y esperar que las acciones comiencen para sumar a otros quince hombres. “Me contó de sus cuitas en el Perú, incluso un audaz plan para liberar a Calixto [Béjar] que me parece un poco fantasioso… Lo demás de la conversación fue anecdótico. Se despidió con el mismo entusiasmo partiendo para La Paz”, agrega.
Para cuando Chang regresa al campamento guerrillero, el 19 de marzo de 1967, muchas cosas han cambiado. Aquello que los débiles ojos del Chino ven avanzar desde la espesura no se parece demasiado a una columna guerrillera. Un ejército de espectros se acerca al campamento, la ropa hecha jirones, la marca del agotamiento en los rostros, las armas apoyadas en la espalda, el barro seco que se hace nube al paso de aquel destacamento de fantasmas, y al final de la columna, inconfundible, pipa entre los dientes, carabina al hombro, gorra de maquinista de locomotora y bolsillos que desbordan de papeles, viene el Che. La comitiva de visitantes, guiados por Tania, e integrada por Debray, Ciro Bustos, el Chino y los dos peruanos que lo acompañan (el médico Restituto Cabrera y el operador de radio Lucio Galván), son espectadores del arribo de aquella milicia infernal, y se ponen de pie para recibirla. Ninguno se anima a decir nada, asisten apenas al desfile que pasa por el costado. Los hombres van dejando las mochilas en el suelo, y se tumban en la primera piedra que se cruza por su camino. El Che distingue a los visitantes desde lejos, y pese a las desventuras de aquella exploración brutal, pese a la indisciplina que (sabe) se ha propagado en el campamento y de la deserción de un par de hombres del grupo de Moisés Guevara, del cansancio y del hambre que lo apuñala, sonríe.
Las cosas han cambiado de un modo drástico, el Chino lo sabe. Con la fuga de los desertores, el caos en el campamento y la casi segura caída de la casa de calamina, los militares bolivianos ya cuentan con algo más que sospechas sobre aquel grupo de barbudos de uniforme que merodean la zona. Contra la planificación pautada para profundizar el relevamiento de la zona, adecuar la logística y organizar la red urbana en el tiempo disponible, contra el plan original de mantenerse por fuera del radar del ejército el mayor tiempo posible, el Che sabe que la guerra está a punto de comenzar.
Por esa razón, después de los saludos afectuosos, inicia un largo proceso de reimposición del orden en el lugar: “Un clima de derrota imperaba… Todo da la impresión de un caos terrible; no saben qué hacer”, anota y grita órdenes, aplica sanciones, analiza los problemas, agiliza los planes y se dispone a conversar con los invitados. El primero en reunirse con el Che en un rincón, protegidos del sol, es el Chino. “Parece muy entusiasmado”, es la conclusión de Guevara después de confirmar los acuerdos en cuanto a los peruanos que se sumarían a la columna y el dinero destinado a agilizar el foco a desarrollar antes de los próximos seis meses en la selva de Puno, en el sureste fronterizo con Bolivia. Pero apenas dos días después de aquella reunión, el paisaje se trastoca de un modo violento. Una sección del ejército cae en una emboscada guerrillera y es aniquilado. Ahora sí, todo se altera: sin chance de abandonar la columna (en retirada defensiva) en el corto plazo, Chang analiza la situación y le propone al Che quedarse con ellos. En la frontera de Puno, lo esperan cuarenta milicianos que habían decidido pasar a la clandestinidad y entrenarse para organizar su propia columna guerrillera. Sólo faltaba su líder, pero los planes de Chang ahora son otros. Una vez tomada la decisión, el Che le pide a Tania que les tome una fotografía. Ahí están el Chino y el Che en primer plano, y a los costados Urbano, Miguel, Marcos, Pachungo e Inti. Chang, con esa apariencia de profesor universitario o de portero de escuela, posa con las manos cruzadas por delante, el brillo en esos anteojos culo de botella oculta la sombra de sus ojos, apenas sonriente junto al Che.
Mitad por necesidad y otro tanto por convicción, el Chino cumple su más profundo anhelo como revolucionario: orgulloso, participa de la lucha con un fusil en las manos, y acompaña al Che Guevara en su aventura americana.
4- Marzo, 1967. Cae la tarde húmeda en la selva cuando el Che se acerca en silencio al grupo reunido en un claro. Los que discuten con fervor son un recién llegado militante boliviano y uno de los curtidos guerrilleros cubanos. Minutos antes, el Che había regresado al campamento rebelde bautizado como El Oso, después de una extenuante jornada de exploración por las cercanías del Río Grande, pero el cansancio no le impide seguir con atención el debate y detener la discusión apenas con un gesto. “Vamos, hay que hablar”, interrumpe. A su alrededor se acomodan en silencio los integrantes de los pelotones del centro y de la retaguardia. Entonces, con paciencia y firmeza, detalla los motivos políticos de su participación en aquella aventura, y en particular se ocupa de despejarles cualquier duda a los bolivianos con respecto a las razones de la presencia de los cubanos a su lado. Está claro, afirma el Che: ni él ni sus hombres han llegado a ese destino sudamericano para ocuparse de la guerra revolucionaria en sustitución de los bolivianos, sino para colaborar con ellos en todo lo que sea posible con el objetivo de desencadenar la pelea por la liberación de su pueblo. Después, apelando a una metáfora explosiva, intenta ser más gráfico todavía: “Nuestra función aquí no es ni siquiera la del detonador. El detonador son ustedes, compañeros. Nosotros somos todavía menos. Nosotros somos apenas el fulminante; esa delgada capa de fulminato de mercurio que recubre al explosivo en el interior de un detonador, que no sirve más que para activarlo, para reforzar el encendido. Eso es todo”.
Como si hubiera previsto lo que vendría después (la andanada de confusiones, equívocos y tergiversaciones que se multiplicaron tras su intento revolucionario), el Che sintetiza en apenas una imagen los motivos de su presencia en Bolivia, sus objetivos políticos y las condiciones necesarias para el éxito de su misión. Lejos de la caricatura de los críticos infalibles, más lejos todavía de los analistas que estudian la historia con el diario del lunes y de los flagelantes arrepentidos que no pueden mirar más allá de la derrota, la metáfora elegida por el Che es al mismo tiempo revelación y estudio, síntesis y reflexión, apuesta y desafío para un proyecto estratégico que había comenzado muchos años antes de aquella tarde húmeda de marzo de 1967 en la explicó sus razones a los guerrilleros bolivianos. Un proyecto socialista que también iba más allá de las fronteras bolivianas, que atravesaba los límites regionales y que pretendía encender la chispa en la pradera (“Tal era nuestra labor de sembradores al voleo, lanzando semillas con desesperación a uno y otro lado, tratando de que alguna germinara antes del arribo de la mala época”, explicó durante su travesía en el Congo): la urgencia era la característica singular de su época, y el objetivo era asumir el rol de catalizador a partir de la construcción de una retaguardia guerrillera e internacionalista para las luchas venideras en todo el sur del continente. Una referencia de resistencia para los rebeldes, un eje sobre el cual podrían girar los embrionarios movimientos de liberación que comenzaban a brotar en toda la región, los núcleos de trabajadores organizados y los grupos dispersos de estudiantes que estaban dispuestos a ser protagonistas de su propio tiempo en busca del socialismo.
Por eso Bolivia. Para encender la chispa. Para desatar el incendio revolucionario.
5- “El estatus del Chino ha cambiado y será combatiente hasta la formación de un segundo o tercer frente”, informa el Che en el resumen del mes de abril. A partir de esa anotación, la suerte de Chang quedará atada para siempre a la de sus compañeros de marcha a través de la selva. Suyas serán las noches de sueño en la hamaca, las mañanas de café reparador ante el fogón, las caminatas interminables en la oscuridad, el miedo que paraliza, el silencio tenso de la emboscada, las heridas que queman, el rumor de los militares pisando sus talones, los compañeros que quedan por el camino, los problemas de convivencia en el campamento, los atardeceres que abren la puerta a los fantasmas: “La nostalgia en la selva es una compañera bien tristona, ciertamente”, reflexiona Benigno.
A partir de junio, la presencia de la guerrilla ya es un relieve más en el convulsionado mapa político boliviano. Una multitud de trabajadores se reúne frente a la mina Siglo xx, y en asamblea resuelve donar un jornal a esa guerrilla fantasma que merodea por Ñancahuazú y que acumula los primeros triunfos militares ante las tropas regulares. La crisis se intensifica después de que el ejército reprime a los mineros alzados en Potosí, masacrando a 87 de ellos, dispuesto a aniquilar cualquier vínculo potencial entre la vanguardia de la clase obrera boliviana y los guerrilleros del ELN. “Lo interesante es la convulsión política del país… Pocas veces se ha visto tan claramente la posibilidad de canalización de la guerrilla”, analiza un optimista Che, al escuchar el informativo radial, aunque el contacto con la red urbana parece cada vez menos probable. Poco después, expresa una sensación ambigua ante la oportunidad política que se presenta: “El gobierno se desintegra. Lástima no tener cien hombres más en este momento”.
Separado ya definitivamente de su retaguardia, el 29 de junio el Che reúne a sus hombres para conversar sobre los últimos acontecimientos: la muerte de Coello (“a quien consideraba casi como a un hijo”), la falta de autodisciplina, la lentitud en la marcha, y “la pérdida inútil de vidas por incumplir normas”. Para el final, destaca: “Cité entre los hombres-ejemplo uno más, el Chino”. En esa breve sentencia, el Che daba cuenta del respeto que se había ganado Chang por su decisión de quedarse a pelear, resignar los planes originales, dejar atrás incluso sus limitaciones físicas y no buscar abandonar la columna (como sí lo hicieron Debray y Bustos) sino sumarse a ella con una voluntad a prueba de balas. Cuesta no imaginarse al Chino escuchando en un rincón de aquel improvisado discurso, hinchado de orgullo pero con la cabeza baja, vergonzoso ante el (tan poco frecuente) elogio del Che. Poco después y en un gesto tampoco usual, en otra reunión de tropa el Che le cedió la palabra al Chino para que evocara la independencia peruana, el 28 de julio: “Chino habló sobre la liberación de su patria, hizo una comparación de aquella con la nuestra. Antes de finalizar, manifestó su orgullo de poder luchar al lado de un hombre como el Che”, relata Pombo.
Para el 6 de julio, Chang es destacado junto a otros cuatro guerrilleros para una riesgosa misión: frenar un camión en la ruta, y viajar a Samaipata para tomar el pueblo y garantizar el abastecimiento de alimentos y medicinas de la columna. Una vez allí, el Chino se dirige a la farmacia. “Señor, discúlpenos por haberlo molestado a estas horas de la noche, pero esto que estamos haciendo es por un futuro mejor, porque el pueblo está muy atrasado, muy sufrido”, le dijo el guerrillero al asustado comerciante, al mismo tiempo que pagaba la medicina. Si bien el balance posterior del Che no fue positivo (“En el orden de los abastecimientos, la acción fue un fracaso; el Chino se dejó mangonear por Pacho y Mario y no se compró nada de provecho”), no dejó de admitir que, desde el punto de visto propagandístico, la toma había sido efectiva: “La acción se realizó ante todo el pueblo y una multitud de viajeros, de manera que se regará como pólvora”. Tal como previó el Che, pocos días después, los diarios de todo el país difundieron la noticia del ataque comando de los guerrilleros en Samaipata, solo que multiplicando el número de combatientes y denunciando, en exclusiva, la presencia de un coronel de Vietcong entre sus filas… Sin saberlo, aquel peruano hijo de un chino, se había transformado en un cuadro vietnamita de paso por Bolivia.
6- Acosado por el asma implacable, aislado de cualquier contacto con La Paz (y menos aún con La Habana), harto de las indisciplinas, el Che junta a sus hombres para hablar: “Reuní a todo el mundo haciéndole la siguiente descarga: estamos en una situación difícil, yo soy una piltrafa humana… en algunos momentos he llegado a perder el control; eso se modificará pero la situación debe pesar exactamente sobre todos y quien no se sienta capaz de sobrellevarla debe decirlo. Es uno de los momentos en que hay que tomar decisiones grandes: este tipo de lucha nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos de hombres; los que no pueden alcanzar ninguno de estos estadios deben decirlo y dejar la lucha”. Nadie renuncia, todos se reafirman en el compromiso vital para seguir peleando en las peores condiciones posibles. Mientras, se confirman las noticias del aniquilamiento de la retaguardia en Vado del Yeso y se intenta romper el cerco, superando encontronazos con el enemigo, marchando sólo por el impulso de la voluntad: “Ya estoy que se confunden los días unos con otros, caminamos a cualquier hora, principalmente de noche, de día con postas y emboscados, me confundo cuando termina un día y empieza el otro”, reconoce Pacho en sus anotaciones.
Para el Chino, los problemas cobran la forma del marco de sus anteojos: la selva traicionera rompe sus gafas, y caminar desde entonces es andar a tientas, adivinando sombras y luces furtivas. Disimula como puede su limitación. Pero el 2 de septiembre le toca relevar de la guardia a Pombo, con tanta mala suerte que no alcanza a observar la llegada de un soldado a caballo hasta que lo tiene demasiado cerca. Su grito de alerta devela su posición y el soldado logra escapar de la emboscada. Pombo se ocupa de clarificar el incidente en su diario: “Resultó que el soldado, al saberse descubierto, abrió fuego contra el Chino, y éste al no tener el fusil entre las manos daba vueltas buscándolo, ya que era medio ciego y no lograba verlo… Che se molestó y dijo un montón de cosas; la descarga para mí fue sencilla, para el Chino, lastimosa”.
Una semana más tarde, otra vez el Chino se gana otra reprimenda del Che por un incidente menor: uno de los guerrilleros había desoído las normas y, frente al Chino (entonces responsable de abastecimiento), había asado y comido un filete. “Yo me puse cabrón con el Chino pues a él le correspondía impedirlo… Éste pidió sus sustitución y volví a nombrar a Pombo en el cargo, pero sobre todo para el Chino fue un trago amargo”, explica el Che, atento a los crecientes conflictos en la moral del peruano, generados por su miopía extrema. A partir del incidente con los lentes, Chang atraviesa todos los estadios posibles: la desesperación por no ver, la resignación por saberse un obstáculo, el lamento por la ceguera, la culpa por demorar la marcha. Afectuosamente, Pombo lo bautiza como Mr. Magoo, y el Chino sonríe por la comparación con el dibujito animado. En otro momento de pausa, el mismo Pombo comenta: “Estuve dándole ánimo al Chino”.
El Che decide entonces ocuparse de su protección durante cada marcha. Además de eso, consciente de las demoras generadas por las dificultades de Chang pero también reflejando el cariño y el respeto que el Chino se había ganado, le prohíbe a todos que se dirijan al peruano de un modo recriminatorio. De modo que cuando el Chino tropezaba y caía, ahí estaba el Che para tenderle la mano: “Chino estaba muy mal y se retrasó. Tuvimos que dejarlo esperando por la retaguardia o por el Che, que era el único capaz de hacerlo avanzar ya que nadie estaba autorizado a llamarle la atención”¸ apunta Pombo.
7- “La mañana del 8 de octubre fue fría. Los que teníamos chamarra nos la colocamos. Nuestra marcha era lenta porque el Chino caminaba muy mal de noche y porque la enfermedad de Moro se acentuaba”, explica Inti en su diario. “Éramos 17 figuras silenciosas que avanzábamos mimetizándonos en la oscuridad por un cañón angosto llamado Yuro. La mañana se descargó con un sol hermoso que nos permitió observar cuidadosamente el terreno”, agrega más adelante.
“Esa noche fue tremenda para el Che, pues el Chino se dio más de veinte caídas y él era quien lo auxiliaba”, relató Pombo sobre la víspera de aquella jornada. Una y otra vez, el Chino caía, se levantaba, y como podía persistía en la caminata, incapaz de mostrar frente al Che un mínimo gesto de resignación. “Una razón más para admirar el valor y la decisión de este peruano”, señala Benigno en su relato, donde también da cuenta de un episodio traumático para Chang: al intentar cruzar un río montado a caballo, se cayó al agua y a punto estuvo de ahogarse. Pese al drama de la escena, aquellos curtidos guerrilleros de mil batallas no podían dejar de reírse de aquel pobre peruano, batallando contra su ceguera y peleando por no hundirse en un brazo del río que, más allá de la virulenta correntada, no implicaba un peligro serio. “El Che nos regañó por las risotadas que soltábamos desde la orilla. Al final, cruzamos todos”, concluye.
La velocidad de una columna siempre está determinada por los heridos y los rezagados. De frente al escenario de un cerco militar cada vez más estrecho, al Che se le presenta una disyuntiva extrema: dejar a los heridos a su suerte (casi una sentencia definitiva) y romper el cerco con rapidez, o avanzar con ellos lentamente, asumiendo el riesgo inexorable de dejarse sorprender y exponerse al fuego enemigo.
No hace falta señalar cuál de las dos opciones eligió Guevara.
Tal como previó, el 8 de octubre de 1967, dos divisiones del ejército se toparon en Yuro con su pequeño grupo de combatientes, parapetados para resistir, luego de organizar una mínima defensa con algunos de sus hombres. Están rodeados cuando el Che decide proteger la retirada de los heridos. Según el relato de Benigno, ve al Che por última vez a la 1 de la tarde, en plena retirada. “En su camino encuentra al Chino, y por esas cosas humanas que tiene el Che, en lugar de dejarlo, lo toma de la mano y lo va subiendo –ciego– por una pendiente. Es cuando el Che es herido en una pierna y se detiene, sangrando, a hacerse un torniquete con el mango de la daga. El Chino está sentadito al lado de él, sin ver ni oír nada, porque siguen las explosiones alrededor”. Sin chance de seguir disparando, apenas el Che levanta la vista observa el avance de los soldados bolivianos. Todo ha terminado.
El Chino cae la misma tarde que el Che es capturado. Como a él, lo trasladan a la escuelita de La Higuera, ciego y herido. Como al Che, la maestra de primaria Julia Cortés le ofrece un plato de sopa, mientras espera el epílogo de su historia en una habitación contigua en la que retienen al Che. En penumbras por la ceguera, casi sordo, Juancito Chang termina a una pared de distancia del compañero que empujaba siempre desde el ejemplo, que lo alentó a soñar con una revolución, que tendió su mano en cada caída, que apenas murmuraba un par de palabras de ánimo para que no se dejara vencer por la tristeza. Que lo esperó con paciencia infinita y lo acompañó hasta el final de aquella entrañable aventura.
*Artículo publicado en la revista Sudestada N° 128 (Mayo de 2014)