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Jorge Montero/El Furgón – El lunes 14 de agosto por la noche llegó al país el vicepresidente estadounidense Mike Pence, en una escala de su visita por varios países latinoamericanos en un momento clave para el hemisferio, tras las amenazas de Donald Trump de llegar hasta a la intervención militar para derrocar al presidente venezolano Nicolás Maduro. Ninguna expresión de repudio popular lo esperaba. La desaparición de Santiago Maldonado o el brutal comunicado de la Sociedad Rural. Sólo importaba el recuento de votos de las PASO, y las denuncias cruzadas entre candidatos. La “fiesta democrática” de Cambiemos y la pulverización del peronismo. La anomia parece dominar la escena nacional.
“Estados Unidos primero”
“El presidente Trump está con usted”, planteó Pence en la conferencia de prensa conjunta brindada junto al presidente argentino en Buenos Aires. Tras un breve encuentro bilateral en privado, Pence dio, a su manera, un elogio a Mauricio Macri: “El liderazgo de usted está en contraposición con el colapso de Venezuela”, dijo. Y agregó ante la sonrisa aquiescente del mandatario argentino: “Gracias por firmar la Declaración de Lima. Gracias por suspender a Venezuela del Mercosur”.
Los cuatro países que visitó Pence en su inédita gira -Colombia, Argentina, Chile y Panamá-, forman parte de los doce que condenaron al gobierno de Maduro en Lima, argumentando una “ruptura del orden constitucional”, y asegurando que desconocerán las decisiones de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), electa por el voto de más de ocho millones de venezolanos y venezolanas.
En la misma línea se pronunció el Papa argentino Jorge Bergoglio, cuyo pretendido “progresismo”, una vez más, demuestra tener patas cortas. En tiempo de descuento, faltando solo algunas horas para poner en marcha la ANC, instó al gobierno venezolano a suspender su instalación con la excusa de que fomentará “un clima de tensión y enfrentamiento, hipotecando el futuro”.
Desde la llegada de Macri al poder, y tras el derrumbe del gobierno de Michel Temer en Brasil, Washington busca recuperar influencia en toda la región -apoyado en Buenos Aires- y erigir a su presidente como nuevo líder regional, favorable al capital internacional, en contraposición a la República Bolivariana de Venezuela, cuya proyección llegó a buena parte del continente y más allá.
“Estoy aquí para reafirmar el lazo estrecho entre los Estados Unidos y la Argentina y para felicitarlo a usted, señor presidente Macri, por sus audaces programas de cambio”, enfatizó Mike Pence, un conservador sin fisuras del Partido Republicano, que forjó su carrera en campañas contra el aborto y el matrimonio homosexual, además de ser partícipe activo en la redacción del Acta Patriótica (Patriot Act) que, tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, recortó las libertades democráticas en Estados Unidos.
No es casual que los poderosos del mundo le hayan confiado al presidente argentino la realización de dos reuniones trascendentes para sus intereses. La Organización Mundial del Comercio (OMC) tendrá su cita en diciembre, y la decimotercera cumbre del Grupo de los 20 en julio de 2018, mostrando a la Argentina como modelo de lo que el imperialismo espera de los países periféricos: servir al capital financiero internacional.
Para dejar en claro quién manda en el nuevo cuadro regional, el enviado de Washington, “un perro de ataque” según la definición de Trump, fue enfático: “El presidente de Estados Unidos restauró el liderazgo de ese país en América Latina y en el mundo”. Definición que, por lo menos, suena exagerada a la luz de los problemas que afronta el mandatario estadounidense para poner orden en su propia casa.
Ahora es Venezuela lo que desvela a la Casa Blanca y fue el tema recurrente del encuentro entre Pence y sus anfitriones latinoamericanos. “El presidente Trump me envió aquí para que quede claro en Argentina y toda América Latina que Estados Unidos no se va a quedar de brazos cruzados mientras Venezuela se desmembra”, lanzó el vicepresidente estadounidense, que llegó al país con una imponente comitiva de 700 personas. “Estamos confiados de que trabajando con los aliados de la región vamos a lograr una solución pacífica a la crisis que en este momento está enfrentando Venezuela”, agregó, en un intento por rebajar las tensiones tras la amenaza guerrerista lanzada por Trump. Subrayó también que su presidente demanda que América Latina “haga más” en su ofensiva contra el gobierno y el pueblo bolivariano, advirtiendo, de paso, que “todas las opciones están sobre la mesa”.
Pence elogió en varias oportunidades a Macri como “un líder de América Latina”, al que “Estados Unidos quiere como un socio” estratégico “para defender la democracia, la libertad y derechos humanos” en la región. Inoportuna declaración cuando desde más de 30 días atrás permanece desaparecido el joven Santiago Maldonado, tras un operativo montado por el ministerio de Seguridad nacional y ejecutado por la Gendarmería, asaltando una comunidad Mapuche en Esquel.
Construyendo al enemigo
Desde fines del siglo pasado, el Comando Sur conduce la política exterior estadounidense hacia lo que llaman “su patio trasero”. Allí se definen las “nuevas amenazas” para el hemisferio: terrorismo, narcotráfico, delincuencia transnacional, populismo radicalizado, indigenismo. Sus formulaciones se van actualizando constantemente para que nada escape a la construcción de nuevas hipótesis de conflicto. De esa forma, justifican el control sobre los pueblos latinoamericanos, la instalación de bases militares para la vigilancia e intervención rápida, y los asiduos encuentros con mandatarios y funcionarios de la región de los que Pence, desde su asunción como vicepresidente en la Casa Blanca, es un asiduo concurrente.
La represión y la criminalización social son justificadas por los estados, presentándolas como respuestas a las “amenazas a la seguridad nacional”. Bajo la órbita del Comando Sur estadounidense quedan entonces desde las maras -pandillas centroamericanas-, hasta “organizaciones extremistas”, como el Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP); desde la triple frontera entre Argentina, Brasil y Paraguay -con el espantajo de los cabecillas del islamismo radical-, hasta el “accionar violento” de la comunidad Mapuche, que busca de erigir una fantasmal república autónoma en la Patagonia argentino-chilena.
“Esta es la nueva Campaña del Desierto, pero no con la espada sino con la educación”, afirmó Esteban Bullrich, entonces ministro de Educación, al inaugurar en septiembre del año pasado un hospital-escuela en la ciudad rionegrina de Choele Choel. Más allá de la brutalidad de las palabras del actual candidato a senador por la provincia de Buenos Aires, la frase desnuda el pensamiento de las clases dominantes respecto de los pueblos originarios.
“La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las fértiles llanuras ha sido por fin destruida… El éxito más brillante acaba de coronar esta expedición dejando así libres para siempre del dominio del indio esos vastísimos territorios que se presentan ahora llenos de deslumbradoras promesas al inmigrante y al capital extranjero”, fueron las señeras palabras de Julio Argentino Roca ante el Congreso de la Nación, dando por terminada la “Campaña al Desierto” en 1879.
Secuestro de niños, matanza de prisioneros, violación sistemática como arma de guerra. El genocidio perpetrado por el Estado, bajo la advocación de la santa trinidad del ferrocarril, el telégrafo y el Rémington, amontonó a miles de prisioneros y deportados en campos de concentración, como en la isla Martín García, -por donde pasaron entre 10 mil y 20 mil indígenas-, Valcheta, Chichinales, Rincón del Medio, Malargüe, entre otros… O fueron trasladados para servir como mano de obra forzada en el trabajo doméstico urbano, con destino a los ingenios tucumanos o las estancias de Misiones.
El historiador Osvaldo Bayer expuso, en base a documentación de la propia Sociedad Rural Argentina, cómo entre 1876 y 1903 se otorgaron casi 42 millones de hectáreas a 1.843 hacendados, vinculados estrechamente por lazos económicos y familiares a los diferentes gobiernos que se sucedieron durante este período, principalmente a la progenie de los Roca.
Desde entonces, el asistencialismo y el clientelismo conviven con la represión, en el largo proceso de reconocimiento de los sobrevivientes del genocidio como sujetos políticos. Los territorios “asignados” a los pueblos originarios son saqueados sistemáticamente en sus recursos, hasta hacer inviable la vida comunitaria. Lejos de resolverse con leyes y discursos huecos de los gobiernos nacionales, que hacen eje en la interculturalidad, el problema se profundiza en la medida en que avanza la frontera extractiva en virtud de nuevas tecnologías – llámense agricultura transgénica, minería a cielo abierto o fracking petrolero-, poniendo el ojo de los grandes capitales y el puño estatal sobre el territorio de las comunidades.
El conflicto del Estado con la comunidad mapuche Pu Lof, en la localidad de Cushamen en Chubut, se intensificó en 2015 a raíz de la ocupación de terrenos ancestrales, apropiados por la familia italiana Benetton –los mayores latifundistas de Argentina, poseedores de unas 924.000 hectáreas-. Desde entonces sólo represión, encarcelamiento de sus líderes y la estigmatización mediante un alud de hipocresías y medias verdades a manos de los medios de prensa, incluyendo espectrales vínculos del pueblo mapuche con las FARC colombianas, la ETA vasca o los kurdos del Medio Oriente.
El gobernador chubutense Mario Das Neves, actuando como vocero de los capitales transnacionales extractivos y de los terratenientes patagónicos, exigió que tronara el escarmiento, ya que “entre los mapuches hay violentos que no respetan las leyes, la patria y la bandera, y que agreden a cualquiera”.
Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, ministra de Seguridad, dio un paso más al señalar el problema que representan para la seguridad nacional: “No vamos a permitir una república autónoma y mapuche en medio de la Argentina”. El camino quedaba desbrozado para el accionar ejemplificador del aparato de coacción estatal.
El 27 de junio, el lonco Facundo Jones Huala, autoridad mapuche de la comunidad Pu Lof, fue detenido por segunda vez y enviado al juzgado federal de Bariloche, el mismo día en que se reunían Macri y la presidenta chilena Michelle Bachelet en el Palacio de la Moneda. Acusado por ambos gobiernos de terrorismo, incendios, robos, amenazas, e incluso haberle declarado la guerra a Chile y Argentina, sobre Jones Huala pesa un pedido de extradición.
La detención generó una nueva escalada de fricciones entre mapuches y uniformados. El 1 de agosto, a las 11 horas, una horda de 100 gendarmes, supervisados por el jefe de gabinete del ministerio de Seguridad Pablo Noceti -abogado de genocidas y apologista de la dictadura militar-, irrumpió en la Lof de Cushamen, disparando balas de plomo y goma a mansalva, quemando a su paso las pertenencias de las familias, persiguiendo a sus integrantes, y deteniendo y haciendo desaparecer al joven artesano Santiago Maldonado, quien apoyaba sus reclamos compartiendo el acampe.
Una semana después, la Sociedad Rural Argentina hacía público un comunicado titulado “Tiene que terminar la impunidad para los grupos delictivos y violentos del sur”, donde exhorta al Estado a actuar sin dilaciones: “La impunidad para la RAM (Resistencia Ancestral Mapuche) como para cualquier otro grupo delictivo tiene que terminar.
El temerario texto, no sólo no hace mención alguna a la desaparición de Santiago Maldonado, sino que demanda del Estado poner fin al “grupo delictivo” que hostiga y ataca violentamente a las “familias rurales patagónicas, que históricamente han estado integradas con las comunidades originarias en el trabajo y la producción”.
Mientras tanto, la Sociedad Rural enaltece el accionar represivo contra quienes “son responsables de los delitos de privación ilegítima de la libertad, el abigeato, la usurpación y el daño a la propiedad privada”. Y concluye que “es importante que se esté actuando frente a la problemática, ya que son muchas las familias de productores que sufren la amenaza de este grupo criminal, que por años se manejó con total impunidad”.
La lógica del comunicado recrea el lenguaje utilizado por las clases dominantes durante el período del terrorismo de Estado en nuestro país. Bajo estos argumentos se justificaron los peores crímenes de la dictadura cívico-militar, que contó con la participación entusiasta de los sectores más concentrados del campo.
En Argentina se ensaya nuevamente el método de la desaparición de personas durante un gobierno constitucional. Una línea que pasa por los cuatro militantes del Movimiento Todos Por la Patria (MTP), Iván Ruiz, José Díaz, Carlos Samojedny y Francisco Provenzano, desaparecidos en enero de 1989 bajo el gobierno de Raúl Alfonsín, tras la represión militar en el cuartel de La Tablada; atraviesa a Jorge Julio López, el albañil que en 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner, declaró en el juicio contra el genocida Miguel Etchecolatz; y alcanzando ahora a Santiago Maldonado, un joven bonaerense solidario de 28 años, que tras ser golpeado y detenido, desaparece a manos de un cuerpo militarizado dependiente del ministerio de Seguridad.
“Todas las hipótesis están abiertas”, expresó Patricia Bullrich en su paso por el Senado. Desafiante ante la interpelación, redobló la apuesta: “Me la banco yo”. Para añadir: “Necesito a esa institución para todo lo que estamos haciendo, para la tarea de fondo que está haciendo este gobierno”. ¿Nadie preguntó cuál es esa tarea de fondo que realiza la gendarmería?
¿Cuál es el rédito que obtiene el gobierno al instalar el fantasma del terrorismo y secesionismo mapuche en medio de la campaña electoral? ¿La fidelización de un sector del electorado que podría comenzar a sentirse incómodo con la escalada represiva, a no ser que se identificara a los reprimidos con quienes lo merecen por terroristas, por extranjeros, por marginales? La “mano dura” que una parte de la ciudadanía, azuzada por los medios de comunicación, reclama es, junto a la estigmatización de cada vez más amplios sectores de la población, la incubadora del fascismo.
Hay mucho más que un crimen individual en la desaparición de Santiago Maldonado. El golpe sin dudas impacta en la tímida vanguardia social que, aún morosa y vacilante, intenta dar un paso al frente hacia la construcción colectiva. Sin embargo, la operación política impulsada desde el Estado vuelve a colisionar de frente con las reservas democráticas que continúan latiendo en un importante segmento del pueblo argentino. Y son miles los que han salido a exigir la aparición con vida de Santiago. En un país donde son escasas las familias que desconocen el inmenso dolor de tener un miembro o allegado desaparecido, es trascendental sostener una respuesta a la medida de la agresión.
Hay omisiones menos admisibles aún que las de las mayorías desentendidas del rumbo nacional: no hubo candidato capaz de trasladarse al lugar de la represión poniendo un paréntesis en su campaña por obtener votos para las PASO, mucho menos alguna fuerza política que hiciera un llamado a suspender el acto comicial hasta tanto apareciera con vida el joven artesano. Lucidez y coraje no son valores que abunden. Pero si no es la visión estratégica y la determinación política, que sea siquiera el sentido de la supervivencia. Porque eso es lo que está jugándose en el secuestro y la desaparición de Santiago Maldonado.
Un futuro que no se vota
Sin dudas, con las elecciones de medio término la burguesía gana un espacio estratégico. Durante un período impreciso, continuará gravitando sobre la sociedad argentina el hecho incontrastable de que el grueso abrumador de la población votó candidatos amarrados al gran capital que no pueden conducir al país sino a la aceleración de la descomposición y degradación que nos golpea desde hace décadas.
Tras la tenebrosa noche de la dictadura militar, la sociedad fue ganada por la idea de que la así llamada democracia conquistada, lo era de verdad y consistía en elegir buenos representantes cada seis, cuatro o dos años. Así como fueron escasos los intentos de explicar por qué nuestro país y la región fue plagada por regímenes criminales, también fue exiguo el esfuerzo por comprender la naturaleza de la crisis que, en plena democracia, destruía partidos, hundía sindicatos, entronizaba corruptos, abría camino a un nuevo flagelo contemporáneo: droga y narcotráfico como centro mismo de su modelo de valorización del capital, hasta llegar a convertir la democracia en una pantomima grotesca.
Con la pulverización del Partido Justicialista, expuesta en toda su crudeza con los resultados de las PASO, se completa la desintegración de los aparatos políticos de las clases dominantes en Argentina. La victoria pírrica de la ex presidenta Cristina Fernández en la provincia de Buenos Aires, con el 33,95% de los votos -la peor elección del peronismo desde 1983-, contra un torpe porteño apresuradamente injertado en el Conurbano, como Esteban Bullrich Ocampo, no es ninguna hazaña para quien manejó el país durante 12 años. Los números de Sergio Massa (15,26%) o Florencio Randazzo (5,88%) solo aportaron a la debacle del Justicialismo.
Feudos provinciales, ahogados por la crisis económica y en dependencia de las finanzas nacionales, también quedaron jaqueados tras las PASO. En Santa Cruz, la suerte estaba echada para los Kirchner. En la provincia no funcionan las escuelas, ni los hospitales, ni los tribunales, deben salarios a empleados públicos y se reprimió a mansalva. La provincia gobernada por Alicia Kirchner fue asistida por el Tesoro Nacional como casi ninguna otra en más de una década y ahora está quebrada. Los Rodríguez Saa, confidentes del contraalmirante Emilio Massera en la década de 1970 -con “el Adolfo” designado presidente por una semana en el tumulto de la caída de Fernando de la Rúa en 2001, aliados de Moyano en las presidenciales de 2003, que arrasaron en todas las elecciones provinciales-, terminan ahora como laderos de Cristina Fernández en la derrota. No deja de ser resonante el fracaso del Movimiento Popular Neuquino (MPN), que maneja la provincia cordillerana casi sin interrupción desde que el dictador Juan Carlos Onganía le propuso a su fundador en 1970, Felipe Sapag –dirigente peronista- asumir como interventor federal para contener los conflictos sociales de la época.
En este cuadro, el justicialismo sólo pudo rescatar el avance obtenido por el candidato kirchnerista Agustín Rossi en Santa Fe, a expensas del socialismo. Mención especial merece Carlos Saúl Menem, a quien los riojanos volvieron a consagrar por amplia diferencia -como siempre- para que siga siendo senador nacional. Una votación que podría entrar en la categoría de realismo mágico, ya que el caudillo de La Rioja estaba inhabilitado por una condena a siete años de prisión por la venta ilegal de armas a Croacia y Ecuador.
Macri y su heterogénea coalición usufructuaron la fragmentación del peronismo. Pero sobre todo sacaron partido del estado de confusión y parálisis de la clase trabajadora y el conjunto de la población. El dato indicativo del estado de ánimo social es que en medio de subas constantes de precios en alimentos y servicios básicos, con despidos masivos, una inflación superior al 35 por ciento anual y una economía en franca caída recesiva, Cambiemos fue avalado por más del 36 por ciento de los votos nacionales, mientras son muchos más los que creen que el gobierno de Macri logrará resolver el alza de precios y sacará al país del pantano económico.
Para las clases dominantes urge recomponer el entramado político. Saben que el tiempo es fugaz. Y con pasos todavía vacilantes tratan de restaurar sus diezmadas y desprestigiadas estructuras partidarias. Aspiran a afirmarse en torno a dos variantes de una misma corriente: una alianza con signo liberal conservador y el mismo conjunto con tinte populista. El primer paso es transformar a Cambiemos en un partido político, centralizado en la figura de Macri, con espacio suficiente para los despojos de la Unión Cívica Radical (UCR), despedazada tras la crisis de 2001. También necesitan que el peronismo se reconstruya, para actuar eventualmente como el “partido del orden” al que la burguesía recurrió en 1973 para contener la marcha de la clase obrera y la juventud hacia el socialismo, o tras la crisis de 2001.
Por ahora, el capital carece de instrumentos estables para ejercer su poder de manera institucional a mediano plazo. Carentes de partidos políticos, demolidos por la prolongada crisis estructural argentina, con sindicatos sin capacidad de conducción efectiva, con la iglesia desprestigiada, con incontables mafias imbricadas en cada nivel del Estado, con el poder judicial, las policías y los aparatos políticos penetrados por el narcotráfico, es imposible para la burguesía relanzar el crecimiento económico en la mejor de las hipótesis o, en la que más la asusta, afrontar la rebelión espontánea y generalizada en caso de tener que practicar sin crecimiento el saneamiento económico indispensable para el funcionamiento del capital. Por eso, todas sus fracciones ven en el presidente Macri el único eje ordenador a corto plazo. Ahora es el momento de ocupar espacios garantizando la gobernabilidad de Cambiemos. En 2019 se verá.
Las batallas inmediatas por venir ya fueron anunciadas por el propio gobierno de Cambiemos y las exigen las clases dominantes desde las editoriales de La Nación y Clarín: recomponer, con suficiente respaldo popular, el Estado y sus instituciones como instrumento efectivo de control político-social y contener cualquier reacción política efectiva de la clase obrera mientras se lleva a cabo una “reforma laboral”, suficiente para que la tasa de ganancia permita la acumulación de capital necesaria para el reordenamiento económico del sistema. Eso implica mayor explotación relativa y absoluta de la clase trabajadora, y es la razón por la cual tras Macri se abroquelan las fracciones de las clases dominantes al margen de elecciones y resultados. La denuncia a diferentes mafias sindicales y corporativas, hechas personalmente por el presidente, está asociada directamente con los cambios regresivos, que ya dieron sus primeros pasos en gremios como petroleros, construcción o empleados de comercio, con el enfático respaldo de los respectivos sindicatos.
Quienes desde la izquierda se desgañitan vociferando “que la crisis no la paguen los trabajadores”, mientras pretenden que el alud que se desliza contra la población será frenado por un parlamentario bienintencionado -con la sumatoria de 3,34% de los votos válidos en el caso de Néstor Pitrola, o 3,58% para Nicolás del Caño-, es prueba de un pensamiento ajeno a la lucha de clases. La crisis la vamos a pagar los trabajadores, como siempre fue y siempre será hasta que la tortilla se vuelva. Duro de tragar, pero inevitable. O los trabajadores y las juventudes asumimos esta realidad, y desde allí comenzamos a articular una propuesta identificada en la búsqueda de una alternativa anticapitalista a la crisis en curso, o continuaremos pagando las consecuencias del legado de 12 años de gobierno kirchnerista y los intentos de Cambiemos por sanear la economía, reordenando el funcionamiento capitalista.
Quizás sin tomar conciencia de la estrategia de las clases dominantes, quienes desde posiciones supuestamente revolucionarias empeñan toda su fuerza en lograr un cargo legislativo y condonan hasta lo más pestilente del electoralismo con que se adormece a las masas, contribuyen eficientemente con quienes declara enemigos. El desdén, cuando no la directa confrontación de estos sectores respecto de la agresión imperialista contra Venezuela y el papel que juega Argentina, contribuyendo objetivamente al más dramático aislamiento de la Revolución Bolivariana, va de la mano con el involucramiento en elecciones con el exclusivo objetivo de obtener un lugar en el Estado, acentuando la confusión y la desconfianza entre las mayorías trabajadoras y oprimidas y, como saldo, fortaleciendo la estrategia de las clases dominantes.
En tal situación política, el capital tiene la iniciativa y lleva a la población por la trampa de un costoso espectáculo electoral -las PASO costaron al Tesoro la friolera de 2.800 millones de pesos-, en una campaña donde ninguno de los candidatos es capaz de proponer un diagnóstico serio sobre la realidad nacional, regional y mundial. Donde el debate fue reemplazado por acusaciones de corrupción y réplicas a lo largo de toda la campaña. Que además son presentadas como problemas de moral individual, de avidez personal desmedida, y sin pretender minimizar el peso de la ausencia de ética y la codicia patológica, no se puede perder de vista que se trata de efectos. Las causas, como también lo demuestra el ejemplo de Brasil, están en la crisis del sistema capitalista, que hizo estallar el andamiaje político burgués en 2001 e impidió reconstruirlo hasta hoy (al menos sobre bases sólidas), abriendo espacio para flagelos como el narcotráfico enquistado en todos los niveles del Estado. En este período histórico las clases dominantes llevan la corrupción en su naturaleza.
La población observa azorada, en su gran mayoría asqueada por las emanaciones de un sistema en putrefacción. También es verdad, sin embargo, que esa conducta de clases y sectores dominantes ha permeado a buena parte de la sociedad, provocando una decadencia moral colectiva que demandará seguramente una sacudida muy profunda para poder ser superada.