martes, enero 14, 2025
Ficciones

El hijo de Gardel

Juan Francisco Viches/El Furgón* – Buenas noches. Voy a ser breve.

En primer lugar, agradezco a la Academia Argentina del Tango esta distinción por mi trayectoria junto a la música ciudadana en los medios de comunicación. Este año culminé mi ciclo “Con el tango en las venas”, en Radio El Mundo, con el cual llegué a las veinte temporadas consecutivas. En mis años de infancia, allá en Junín, cuando en el patio de casa escuchaba tangos en la radio junto a mi padre, lejos estaba de soñar con algo semejante.

En segundo lugar, no puedo pasar por alto que hoy, 24 de julio, es un día muy significativo. Para los gardelianos es una fecha de melancolía por el aniversario de la muerte del Zorzal, pero a la vez, que haya sido declarada “Día del Cantor Nacional” en su honor, es un motivo de inevitable orgullo.

Y esto me lleva, en tercer y último lugar, a una historia real, pintoresca y misteriosa, que jamás conté en mi programa de radio ni en ninguna parte. ¿Por qué?, se preguntarán. Lo juzgaba irresponsable. Es una anécdota que tiene que ver con un supuesto hijo de Carlos Gardel, quien, según sus múltiples biógrafos, murió sin descendencia. Si la hubiera hecho pública, seguramente me habrían acusado de querer lucrar con su vida privada.

Libro Hijo de Gardel

Siendo a un comunicador casi retirado, y premiado por instituciones prestigiosas, esa idea no tiene sentido, así que si me permiten contaré la historia.

Muchos sabrán que en mi juventud fui goleador de fútbol. En mis inicios, tuve un fugaz paso por la primera división de Ferrocarril Oeste, y luego milité en equipos de Junín y de la provincia de Buenos Aires.

A mediados de la década del sesenta del siglo pasado, en la ciudad de Bragado los equipos comenzaron a llevar como refuerzos a renombrados futbolistas de la región. Allí, me tocó integrar un formidable Sportivo junto a Carlos Del Valle, según él mismo, primogénito del mismísimo Zorzal Criollo. Era un personaje muy singular, del que voy a explayarme.

Vi a Del Valle por primera vez cuando llegó a la pensión; el parecido físico con Gardel era formidable. Ni bien dejó sus valijas en la habitación que comenzamos a compartir, sacó la guitarra que había traído y se puso a cantar Mi Buenos Aires querido, con un fraseo y una afinación perfectos. Tenía puesto un traje negro algo gastado, el pelo engominado y una sonrisa calcada a la del Morocho del Abasto que enamoró a las chicas del pueblo durante su estadía. “Hola, soy Carlos Del Valle, hijo de Carlos Gardel”, me dijo al terminar, y me tendió la mano fraternalmente. Bastante sorprendido por la escena, lo ayudé a acomodar sus cosas y salimos para el entrenamiento.

El “hijo de Gardel” llegó desde un club de La Pampa; los dirigentes decían que había jugado bastante en la segunda división de Colombia. Nunca había oído hablar de él. En las primeras prácticas se notaba a un jugador fino, de buena pegada, que manejaba los tiempos del equipo y llegaba al gol. Bastaba ver cómo paraba la pelota de pecho para darse cuenta que se trataba de un crack. Luego de su primera práctica, mientras se duchaba, cantó un par de tangos con una calidad extraordinaria, con el frasco de champú haciendo las veces de micrófono. Todos quienes estábamos allí, semidesnudos, terminamos aplaudiendo emocionados.

El entrenador del equipo estaba ilusionado por su forma de juego, pero tras haber tenido una charla con Carlos, dudaba de su estado mental. “Juan, ¿este muchacho está piantado?”, me preguntó, con gran preocupación. “Tal vez”, le respondí, “pero falta  una semana para empezar el torneo. No vamos a encontrar uno mejor”. No lo tranquilicé demasiado.

Si bien el “hijo de Gardel” era conversador  abierto a la tertulia, nunca se refería a su padre; solamente lo nombraba al presentarse. Ya entrado en confianza, una noche, con algunas copas de más, le pregunté en la pensión si lo había conocido. “Sí, pero era mu chico cuando murió en Medellín. Tengo pocos recuerdos de él”, me respondió, y se puso a cantar Caminito con una mueca triste, antes de dormirse apoyado en la mesa. No hablamos más del tema.

En el debut, contra Bragado Club, fue descubierto lo más extraño de Carlos: cantaba mientras jugaba. No lo había hecho en las prácticas, y tal vez era una forma de sacarse la presión del partido, pero el árbitro pitó el comienzo y Del Valle arrancó con un repertorio que fue desde canciones camperas hasta tangos, cambiando según el trámite del encuentro. Cuando íbamos perdiendo uno a cero, interpretó Pobre mi madre, una desolada obra de Betinotti, que Gardel grabara e su primera juventud; después de darlo vuelta (con dos pases exquisitos que partieron de su botín derecho) arrancó con alegría Siga el Corso, de Aieta y García Jiménez, en el tono de la segunda versión que haría el Zorzal, allá por 1928.

En un primer momento, los rivales pensaban que se estaba burlando de ellos, y hasta le tiraron un par de patadas para lastimarlo. Sin embargo, al conocerlo más en profundidad soportaron su berretín. Era imposible no quererlo, con su charla franca, su sonrisa entradora, su don de gente, su respeto por la mujer ajena… Recuerdo haber ido a un boliche donde se presenta a cantar –lo hacía bastante seguido, yo salía poco de noche- y luego de pagar una roda de tragos para los presentes, dijo, al presentar su siguiente tango: “Ahora, de papá y Le Pera, Volver”. El público lo ovacionó.

La única vez que lo vi enojado fue cuando fuimos a jugar a Mechita, un pueblo vecino,  lo trataron de manera hostil. “Vos no podés ser nunca hijo de Gardel”, lo increpó un hincha del otro lado del alambrado, y de manera soez, le expuso brutalmente sus razones, mancillando la virilidad del Zorzal. Carlos no dijo nada en ese momento, pero no cantó durante todo el partido. Apenas terminó, salió corriendo para el vestuario, agarró un revolver que tenía guardado en el bolso y fue a buscar al tipo. “Con éste se defendía mi viejo en la época de los conservadores”, le dijo apuntándole al hincha, que se había puesto pálido y, desesperado, pedía disculpas. Por suerte pudimos frenarlo y no cometió una locura. Nadie osó tocar otra vez ese asunto.

Más allá de ese hecho aislado, el semblante de Carlos siguió siendo jovial y distendido, dentro y fuera de la cancha. A mitad de torneo, compañeros y hasta contrarios le pedían canciones en medio de los partidos. “Carlos, Lejana Tierra Mía”, le solicitaba nuestro marcador central desde el fondo. “Mudito, hacete Por una cabeza”, le gritaba un arquero rival, antes de un tiro libre. Hasta un juez de línea, antes de patear un córner, quiso un par de estrofas de Volvió una noche. La mayoría de las veces, el “hijo de Gardel” complacía los pedidos. Con el tiempo, nos dimos cuenta que le gustaba más cantar que jugar el fútbol.

Las chicas del pueblo morían por él, pero en ese aspecto siempre fue muy reservado. Había dos o tres que rondaban la pensión. “No voy a complacerlas; no quiero tirarme a los hombres del lugar en contra, ni que se hablen pavadas en el club. Yo estoy enamorado de las canciones”, me dijo una noche, antes de dormir.

Bajo la conducción dentro del campo del “hijo de Gardel”, llegamos a la final del campeonato. Su presencia fue determinante para el andamiaje del equipo, con una gran claridad para administrar el balón en el mediocampo; además hizo muchos goles de jugada y de pelota parada.

El partido definitorio se jugó contra San Martín, en el estadio municipal de Bragado. La cancha explotaba de gente. Después de unos minutos donde nos prestamos la pelota, Carlos empezó a manejar los tiempos, a meter pases cada vez más punzantes, a hacerse el patrón del juego. Pero a la media hora de partido, más o menos, sucedió algo extraño: unos músicos, vestidos de gala, con sus instrumentos  sus  atriles, comenzaron a abrirse paso en la tribuna de San Martín, hasta establecerse detrás del arco. Luego, inconfundible, emergió la figura de José Basso, aquel enorme director de orquesta nacido en Pergamino. Rápidamente, acomodaron sus partituras y comenzaron a tocar Volver, ante el silencio cómplice de los hinchas. Con disimulo, habían dejado un micrófono preparado para el cantante.

“¡Carlos, no!”, alcancé a gritarle al “hijo de Gardel” que cruzaba caminando la cancha en estado de trance, casi flotando, como un marinero ciego ante el canto de las sirenas, hacia la orquesta típica. La jugarreta de los dirigentes rivales de contratar a Basso y sus músicos fue genial: nuestro mejor valor y carta de triunfo salió desde el campo de juego hacia la tribuna y comenzó a cantar, aún vestido como futbolista, en un estado hipnótico, uno a uno los tangos del Morocho del Abasto, desentendiéndose del partido. Un pibe de las inferiores ingresó por él, pero no pudo reemplazarlo con suficiencia. Perdimos 2 a 0.

Apenas el árbitro pitó el final, varios del equipo fueron hasta la tribuna para golpearlo, ero la policía pudo calmar los ánimos. El “hijo de Gardel” llegó muy tarde a la pensión, desaliñado, con olor a alcohol y una indisimulable cara de tristeza. En silencio se puso a hacer las valijas, mientras yo tomaba mate en la cocina. Antes de irse, me pidió disculpas por su comportamiento. “No pude resistirme. Fue el mejor momento de mi  vida. Por un rato, me sentí mi viejo en Paris”, me dijo con los ojos humedecidos de la emoción, y le creí. Nos dimos un gran abrazo y nos despedimos para siempre.

Espero que mi historia haya tocado sus fibras íntimas, en una fecha tan especial. Como solía decir en mi programa, estimada audiencia, nos reencontraremos cuando el tango nos convoque nuevamente. Muchas gracias, y buenas noches.

*El periodista Juan Francisco Viches escribió El hijo de Gardel y otros cuentos de fútbol, editado por Dunken el año pasado. Viches nació en la ciudad bonaerense de Junín y allí comenzó a trabajar en el diario La Verdad con apenas 19 años. En las páginas del matutino publicó sus primeros relatos que luego reunió en El último wing derecho (2009). Además de su pasión por las letras fue jugador y entrenador del club Jorge Newbery de Junín y condujo durante una década el programa De algo hay que vivir, en la FM La Rocka. Además, compone e interpreta canciones. En Twitter es @juanfravilches /Producción: Marcelo Massarino.