El lirismo y la complejidad del río
Juan Bautista Duizeide/El Furgón – Como Sudeste -quizás su gran referente-, El río invisible, de Cristina Siscar, es una novela intensamente lírica sin caer en ninguno de los lugares comunes de la lírica. Y como Sudeste, su tersura aparente contiene una complejidad laberíntica.
Quizás la forma de esta novela sea la de un marco de fotografía roto que aparece en la novela y también vale como cifra de los mecanismos de la memoria y del olvido. Una novela con marco -el encuentro, después de años, de dos ¿amigas?-, pero marco roto, astillado, relato interno dividido en fragmentos que se corren de lugar, chocan, lastiman. Porque la memoria no es cómoda. Al mismo tiempo es una novela de iniciación. Una novela de orfandades y exilios: de la casa natal, del río, de la casa que había recibido a la huérfana, del país. Incluye pudorosos homenajes: a Jaime Dávalos -uno de nuestros grandes poetas populares del agua-, a Haroldo Conti, quizás nuestro más grande narrador del agua. Incluye una reivindicación de la lectura: “Ella tenía y tiene las palabras escritas en los libros que lee todos los días, esas palabras que, una tras otra, van trazando senderos, abriendo puertas”, dice la narradora -que no lee- acerca de su compañera de juegos adolescentes junto al río. Incluye una reivindicación de la escritura que es a la vez un juego cervantino con los planos de ficción: la novela que leemos podría ser la novela que la exiliada escribió y arroja a la cara de quienes callaron. Provoca una de las preguntas más candentes acerca de nuestro pasado reciente: ¿y si el Proceso hubiera, también, chupado las palabras?
Siscar escribe: “Las palabras, como por obra de un prestidigitador, se transformaron en disfraces. Abrimos la boca para decir algo y lo que sale es un antifaz o un bonete de payaso. Palabras sustitutas, máscaras sonoras para disimular lo silenciado, palabras huecas para tapar los huecos”.