martes, enero 14, 2025
Nacionales

La potencia del Odio

César González*/El Furgón – El odio es dios, está ahí, ahora, allá, acá, en el medio de oriente y de occidente. ¡Oh dios!, es casi decir ¡Odio! A los dos, al odio y a dios, se los convoca en ritos sagrados y solo un tornillo semántico no los obliga a significar lo mismo. El odio como dios es el semáforo del cuerpo social. Pero universaliza más aún que el concepto de dios, de dinero, sexo o música. Conecta deseos colectivos rizomáticos y es el único sentimiento (o impulso maquínico) capaz de comunicar a millones de personas de religiones rivales y hasta en guerra, en menos de un instante, de entregar el alma en manos del canibalismo, acercar en un milímetro a distancias descomunales. Es también la figura principal de las redes sociales. El odio no tiene tiempo ni lo busca, pero sí pretende hacerse un espacio, su espacio. El odio es arquitectura pura y sus formas son sublimes. Por eso uno queda encandilado y al borde de Júpiter ante su presencia, como al chocar de frente contra la belleza de las Pirámides egipcias o aztecas. A muchos el odio los convierte en bellos, y al odiar se los puede observar más radiantes y vivos que cuando dicen estar amando.

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“El odio pide existir y el que odia debe manifestar ese odio mediante actos (…) en un sentido ÉL debe hacerse odio”, anota Franz Fanon, en Piel negra, máscaras blancas, de 1951. Es que el odio no vive cuando muere el amor, sino que conviven juntos, como un matrimonio cordial. En Argentina el discriminar resulta insuficiente para la moral de nuestra sociedad, colonia independiente, que se identifica con los valores de un Estado nación blanco no indígena. Que nos consuela en sus manuales solapados invitándonos a festejar que logramos el objetivo de ser peones reformistas de los mandatos imperialistas desde el siglo XIX. Hoy, el argentino, por el bien  moral e higiénico de la patria, reclama su derecho al odio como una fórmula adecuada para el progreso nacional. Todas esas encuestas realizadas por el marketing del miedo arrojan un resultado unánime: es la inseguridad el gran flagelo existencial del ciudadano argentino. Por eso siente legítimo, sino justo, reclamar que el Estado lo provea gratuitamente de unas buenas dosis de odio. Ese odio se materializa en la creciente toma de armas “legitimadas por la inseguridad” de gran parte de los habitantes de este país, imitando lentamente el desarrollo histórico del armamento masivo civil de la población de Estados Unidos. Se reclama retornar a los clásicos linchamientos y desmembramientos públicos, en hordas espontáneas, bajo júbilos y orgasmos colectivos. En los programas televisivos a veces ese reclamo de regreso al suplicio es explícito y otras veces se esconde bajo una máscara vulgar de discursos confusos: la famosa cobardía de la neutralidad política. El llamado al linchamiento resplandece de modernidad. Quizás sucedían de a miles en los días romanos de antaño. O resistían aún en el comienzo rousseano de nuestra era y por eso estaban bajo la tutela del Estado, era una pena instrumentalizada por el mismo aparato estatal y era el Estado el que organizaba el “teatro del descuartizamiento” ante las masas. Hoy empiezan a ser hechos que se han multiplicado en la arena pública, realizados por simples individuos que no son funcionarios. El ciudadano hoy lincha como acto de rebeldía hacia el Estado, como queja a lo que considera una ineficacia de las instituciones. Estas tribus linchadoras son transversales a toda clase social, pero como el Ku klux klan norteamericano, tienen una presa específica, un muñeco vudú particular para sus rituales: allá fue el individuo de raza negra. Aquí el de raza villera.

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Odio teledirigido

Pero también en Argentina existen otras maneras más sutiles de linchar, lo que podríamos llamar una “performance simpática del odio”, o una “canción pacifista para no llegar al linchamiento real” o “la caricaturización por parte del mundo del espectáculo hacia los villeros”. Sino es físico, el linchamiento es visual, cinematográfico. Se lo ridiculiza y bizarrea en cada oportunidad que tiene el cine o la tv. Sometiéndolos a interpretaciones actorales fotocopiadas, estereotipadas hasta  la vergüenza. A pesar de tanta impunidad en esos retratos, en esos carnavales de burla burguesa, no hay prueba científica de que el odio sea innato. Pero sí está claro que al odiar en el organismo humano numerosas pulsiones hormonales son excitadas, que diferentes explosiones arteriales resultan beneficiosas para el cerebro, y que llueven aceleramientos sanguíneos necesarios para toda purificación globular. Por eso no son pocos los que rezan introspectivamente la oración inconsciente; “el odio es lo que le da sentido a mi vida”. Sería una actitud tan ingenua como perversa atribuir al odio nada más que un pequeño lugar dentro del mar de signos que reinan la conciencia. ¿El odio es empirismo? No; pertenece a la ontología, es nada menos que un diagnóstico médico. Odiar es un proyecto de sanación, como meditar o hacer un ejercicio militar. Podemos declarar, sin tener que recurrir a la autorización de los poetas o a un decreto de los metafísicos, que no ha pisado la Tierra un solo ser que no haya experimentado el amor; pero no podemos asegurar con la misma cantidad de evidencias que los animales políticos que poblamos el mundo podamos atravesar una sola mañana sin haber caído bajo los efectos seudo-psicodélicos del odio.

Como la estrella que guió a los reyes magos a la ciudad de Belén, así es el odio de orientador para las conductas y actividades del individuo. Se necesita odiar para enamorarse, para ordenarse, para normalizarse, para pertenecer. Pero, ¿quién se atreve a negar que en la actualidad hay un odio de moda, un odio vanguardista y que está dirigido  hacia los pibes chorros? Y como el cinismo es el corazón del capitalismo, serán también los jóvenes de la villa quienes serán los policías con la orden de cazar a esos otros jóvenes de su misma comunidad bautizados por la doxa sierva como pibes chorros.

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El odio es el productor más protegido por la pequeña y gran burguesía de una nación subdesarrollada como la Argentina. Nuestra sociedad perdida en las ofertas del recurso más renovable, ese musgo tan podrido e incansable llamado sentido común, creerá que por odio a los pobres anormales que desobedecen el supuesto orden social, se incrementa su bienestar social. Son sujetos que se consideran herederos de la suerte, por ser nacidos bajo otra estrella económica y estética. Trabajarán arduamente para ganar salarios que los endeuden, pero que también les permitan consumir vestimentas y recreaciones que los diferencien visual y lexicalmente de los pobres. Por odio al fracaso, poblaciones enteras se hacinarán en diversos espacios, para reconocerse con sus pares de especie como sujetos activos del mercado laboral, por lo tanto exentos del fracaso de ser pobre.

El odio respira y medita al ritmo de la rotación de la tierra. Cuadros con las bandejas que llevan la cabeza de Juan el bautista dominan nuestra imaginación. El odio es una experiencia que rellena vacíos suicidas y desinfla depresiones. Si bien su aparato reproductor es la boca, paradójicamente y a pesar de su representación simbólica de carga libidinal y sexual, la boca también refugia al fundamento del odio. Por más que las hordas enardecidas sean alpinistas sobre los cráneos de los pibes chorros, el odio depende de que la saliva se exalte y son los mass media quienes financian la reproducción de este odio hacia un estricto pabellón étnico de almas. No hay odio sin un específico juego de palabras, eso es lo que saben quienes gobiernan los medios de comunicación. Un par de palabras juntas y listo; negros de mierda. El odio es sintaxis burda. Y se rige bajo la ley primera de la publicidad propaganda más pop del marketing más pop. Se requiere nada más que un lema precioso para que solo y milagrosamente se divulgue a la velocidad de la luz y, repetimos, al igual que dios con la virtud de ser omnipresente. Pero el odio es impotente sin un equipo colectivo de profesionales de distintas disciplinas, que son quienes desparraman esas frases estandarizadas no sólo por las escuelas y toda institución del Estado o del mercado, sino también por las calles. Cada época va creando sus frases populares de odio y están los técnicos correctos para ejecutar la misión. Odiar además de la lengua necesita también estar acompañado por una gestualidad (Guattari), de una danza de muecas y coordinación mímica. Un rostro conmovido, transfigurado y poseído por el odio puede manifestarse en toda clase social.

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Terapia del odio

¿Qué hay adentro del odio? Esa es la cuestión. Afuera de él sabemos que hay cuerpos múltiples y discursos unívocos, pero en su interior hay que remarcar que se mezclan constelaciones de traumas y resentimientos contra figuras jerárquicas de todo tipo que no fueron sanadas. Pero esa humillación es tartamuda a la hora de una ofensiva contra la autoridad y elige perdonar a los verdugos y enrocan su rabia y modifican el objetivo. Para que les traiga esa paz que otorga hacer justicia, no será odiado el verdugo, será el chivo expiatorio siempre universal y automático de toda sociedad. Acá ese joven maligno retratado por nuestra cultura como biológicamente mestizo, epistemológicamente retrasado y patológicamente violento. El odio no se deja seducir por ninguna política de lo sensual, ya no es garantía del acontecimiento político como lo fue en las ya arcaicas revoluciones del siglo xx. El odio al que te quita la libertad es un detalle que hoy ni amerita el luto. No se odia a la injusticia, se odia a los que son obligados a vivir rodeados por el aura tangible de la injusticia. Un orden injusto que les impone a los pobres ser injustos hasta con la estima que se tienen de ellos mismos. El odio es magnetizado hacia  una “banda destribalizada” (Fanon) que aquí en Argentina son los villeros que “delinquen”. A ellos hay que odiar para demostrar que uno es socio de los progresos técnicos que tanto nos fascinan. Porque ellos, los pibes chorros de las villas, son quienes con su violencia piquetean el tránsito hacia la gloria democrática. Quienes boicotean el resplandor del contrato social.

El depósito del odio causado por la rutina laboral, por la presión física, cognitiva y semiótica de cualquier espacio laboral, no serán nunca los empleadores, sino los villeros violentos, pero que en ese momento de rabia del empleado están lejos de las oficinas o las fábricas. Esos explotados quizás ni conocen personalmente o sólo vieron de lejos, como en un zoológico, a esos negros de mierda que acaban de mencionar, para virilizarse un poco. Pero ese odio les hace morder frutos milagrosos, y sentir los mejores resultados terapéuticos. Es el tratamiento divino que logra que ancianos resignados a la pulcritud, de golpe resplandezcan y humillen el carisma de Usain Bolt. Habría que probar al odio como cura del cáncer. Si es para odiar, de golpe un esqueleto que parecía condenado al reposo, la putrefacción y la agonía, estalla en intensidad y endorfinas. Y eso no lo logra ni de cerca el amor. El odio, en el mundo de hoy, es quien tiene más armamento nuclear, popularidad, poder, amistades, lujos y amores. El amor sólo puede llegar a reunir una congregación limitada del cosmos, pero el odio que siente el argentino medio a los villeros que  violentan la ley burguesa le pone a disposición el universo mismo, lo eleva espiritualmente, lo hace ingresar flotando en el mundo mágico de la inmanencia. El odio es el verdadero pueblo, el pueblo que nunca falta…

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Agentes del odio

El odio a ellos, repetimos, puede dar sentido a una existencia individual y colectiva. La religión de la moral escolar pretende fijar al odio sólo como un factor iniciador de las grandes guerras. Pero es necesario dejar de simular nuestra adicción a la fuerza que nos brinda el odio en los fragmentos más insignificantes del día. El odio calma la impaciencia, colma de paz la neurosis de una jornada laboral. El odio no se habría apoderado del viento si no fuera por la niebla que emana nuestro espíritu y que lo convoca a procrear cada segundo. Amor hay de sobra, lo que escasea es no-odiar. Unos padres responsables y obsesionados en amar a sus hijos de sangre, será muy difícil que no odien o al menos acusen de algún delito a los hijos de sangre pobre, esos pequeños mugrosos que manchan la belleza urbana.

¿Y cómo se explica que aquel condenado a “no existir” no manifieste su odio bajo ninguna forma, con la estruendosa exhibición obscena de bienes por aquellos mismos que lo incrustaron en el desamparo? ¿Será un dominio inconsciente lo que hace que valorados como inservibles y tratados como a simios, nunca ni siquiera se atrevan a discutir con aquellos que se pasean provocadores con sus lujosas naves, por afuera de las jaulas poblacionales de las calles aledañas a las villas miseria, adonde ese simio se columpia? Hay dos personajes ilustres, perfectos para enmarcar y encauzar el odio colectivo: el policía y el pibe chorro. Que “casualmente” provienen de la misma clase social. A ambos personajes los mueve el odio, pero no uno idéntico. El primero cuenta con un salario legal como trabajador del Estado, para odiar y ser odiado al igual que el segundo, ambos también tienen un cuerpo que desde que nació es soberanía de toda la sociedad, pero uno está al servicio de la comunidad burguesa, aquella dueña de las posesiones y los otros (sus mismos hermanos de sangre, primos o sobrinos) se rebelan a la propuesta de romperse el lomo, a mal formarse el organismo en una década (con suerte). La salvación que dicha comunidad les presenta como el arribo inmediato a una panacea. El policía es el pequeño soberano de la sociedad, su función es administrar y ecualizar el odio de las masas. Ambos, policía y ladrón, naturalmente al provenir de la pobreza, son objetos del odio de las multitudes, pero a unos les temen y odian todas las clases sociales y no se les moviliza un cromosoma ante la muerte de un “negro villero delincuente”. A los policías también suelen odiarlos y a veces temerles todas las clases sociales, pero es el personaje que rogamos nos vigile la cartera o el celular en las calles (más aún si es de noche) y que proteja nuestros bienes del hogar mientras estamos en el trabajo. Una dualidad de personajes para definir el talonario de la agenda mediática. Policía-pibe chorro, objetos del odio más emocional de nuestra época. Ambas figuras son representadas simbólicamente por un rudo simio insensible, ambos interpretados en el “ensayo general para la farsa actual” bajo coreografías ridículas. Ambos prisioneros del celo de las ciencias humanas. ¿Qué sería del sujeto, del periodismo y de la economía sin el odio? ¿Qué sería del amor sin el odio?

*También conocido como Camilo Blajaquis. Es el autor de los libros La venganza del cordero atado y Crónica de una libertad condicional. Además, dirigió la película Diagnóstico Esperanza. – Artículo publicado en revista Sudestada número 146