martes, mayo 20, 2025
Cultura

La tribu de mi calle

Facundo Baños/El Furgón* – La mutación de los recitales desde Los Redondos al Indio. La mitología construida alrededor de un músico que apenas se comunica con sus fans y convoca multitudes. Y ese pueblo “desangelado” que se moviliza donde ordene Carlos Solari.

1- “Vamos a ver qué hacemos”, dijo, cómplice, cuando ya habíamos descolgado la bandera. Fueron unos breves segundos de un estadio mudo, apenas si se oían leves cuchicheos, y escalaron, dulces, los acordes del ángel de la soledad. Los minutos siguientes fueron una de las cosas más bellas que me pasó en la vida. Casi por inercia, Marcos y yo oficiamos de acróbatas en una suerte de baranda que había en lo más alto de la platea, y entonces la postal, el momento que uno hubiera sujetado eternamente: aquel, nuestro espacio, nuestro reino, exultante en nuestras retinas, y con la música que nos completaba el alma.

Pensándolo, mucho tiempo después, pareció como si el fin de Los Redondos hubiese sido montado previamente, pues en la atmósfera de aquel encuentro rondaba un mensaje. Ese cierre, recargado de emociones, no cuaja como una coincidencia: no fue una casualidad que no le soltaran la correa a esa canción, que tanto nos relaciona, y que sobre el filo, cuando ya habíamos guardado nuestros colmillos, hayan vuelto al escenario para regalárnosla. Quizá sí, quizá haya sido obra del azar pero, de alguna manera, el instinto de Patricio Rey dijo presente ese anochecer, a la hora de improvisar el final perfecto.

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Mil cuadras caminamos desde el estadio a la terminal. Éramos jóvenes pero estábamos acabados. La ciudad de Córdoba había sido testigo ocasional de esta, nuestra última misa, en agosto de 2001. Nosotros dos recién terminábamos el secundario, y estábamos donde nos correspondía. Esa tarde, apenas bajamos al campo del Chateau, hicimos el mecánico ejercicio de recorrer con la mirada las distintas banderas, y vimos una que a mí, particularmente, me pareció de lo mejor: “Qué milagroso día el de hoy”, rezaba, anónima, aludiendo a una canción de Luzbelito. Nosotros, felices, izábamos la nuestra por primera vez. El verano último la habíamos pintado en la terraza de Marcos; fue cosa de unos diez días. Nos recuerdo como si hubieran pasado algunas horas, en el Sarmiento, yendo a comprar el lienzo a Once. Es un trapo grande que aún llevamos a los recitales del Indio. Elegimos la tipografía de Sumo para estampar una frase pesada: “Sometidos a tu voluntad”.

Era, esa frase, un genuino reflejo de nuestros corazones, y era por ende inapelable. Solo el tiempo me enemistaría un poco con ella porque, bueno, nadie debiera vernos de rodillas. La lucha por no claudicar fue una constante de la filosofía ricotera, sobre todo en esos noventa de la abulia y la delgadez. Nuestra bandera es un ejemplo de esa paradoja que nunca pudimos sortear: más nos empujaban a hacer nuestro camino, más nos aferrábamos a ese mensaje, como temerosos. Como si apreciar su arte no nos bastara, y tuviésemos que emborracharnos con esa agua bendita. Lo que pasa es que muchos de nosotros estábamos, tal vez, rendidos ante todo, y ellos nos charlaban. El Indio, a través de sus letras, parecía prestarnos atención. Renovábamos, una y mil veces, el vínculo de sometimiento con el ángel de nuestras soledades. Guardo un enorme cariño a nuestra bandera, ese símbolo inmortal de mi juventud. Acaso, para que el mensaje emancipador se hiciera carne en nosotros, la historia debía terminar. Ellos debían soltarnos la mano y sólo entonces volaríamos. Tal vez ya no quedaba otra.

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2- Tampoco el Indio ha podido. Faro de los desbandes, no ha dado con las palabras que intentasen dar cuenta de esas sombras que aguijoneaban a Patricio Rey. No públicamente. Él, que embellece cosas imposibles, concediéndoles un sentido, nunca pudo responder una pregunta aparentemente sencilla: ¿Qué demonios le pasa a la gente que va a ver a Los Redondos? “No lo sé”, se excusaba, el señor de las palabras. Únicamente soltaría algunas líneas en el abrigo de su universo poético: “Esa banda inconsolable de perros sin folleto”, nos llamaba; y nosotros, fieles como canes, acudiríamos siempre, sea donde fuere que nos convocase. Así hemos construido nuestro vínculo, desde el arte, a través de sus poesías, sin verdades tajantes, sin promesas de ningún tipo, de un modo intangible para muchísima gente pero vital para todos nosotros.

En la terminal de Córdoba, esa noche, dormimos turnados. No teníamos celulares, no aún, ni nada que hiciera las veces de una alarma. Nuestro micro salía de regreso pasadas las seis de la mañana, y para eso faltaba demasiado tiempo. Serían cerca de las dos y lo que quedaba de nosotros estaba echado en el hall central de la estación. Dispusimos tandas de media hora: uno dormía, y el otro se las ingeniaba con el mazo de cartas que teníamos. Cada nueva vigilia era un trance de horror…

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En 2005 la escena sería peor, si esto fuera posible. No recuerdo quién de los dos se había envuelto los pies con un calzoncillo, creo que fue Hernán, pero lo cierto es que ambos dormíamos debajo de los asientos de la terminal de Tres Cruces, en Montevideo. Toda nuestra ropa, la titular y suplente, estaba embarrada, y nosotros tiritábamos del frío. Eso sí, ya teníamos celulares, así que podíamos dormir los dos al mismo tiempo como campeones. Pero no pegamos un ojo. En algún momento de la noche un guarda lo levantó a mi amigo casi de los pelos.

Esa tarde, antes del show, tomábamos unas cervezas en una esquina del centro, cuando asomaron unas nubes cargadas, más o menos lejos. Nos preguntamos si vendrían o serían pasajeras. Todavía faltaban algunas horas para que el Indio presentase El tesoro de los inocentes, primera placa de su etapa solista. Por algún motivo que se me escapa abandonamos aquel café, tal vez la ansiedad nos jugó una mala pasada… lo cierto es que el aguacero nos pilló a la intemperie, y un momento bastó para que no supiéramos si reír o llorar. En un segundo acto disparatado, como si nos hubiésemos caído en las páginas de un comic, decidimos que lo mejor sería entrar directamente al Velódromo, donde el Indio. Recién habilitaban las puertas y faltaban mil horas para lo nuestro. Mientras tanto, esa lluvia comenzaba a ahuecarnos la piel.

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Pero las buenas vendrían de golpe. Si no fuera porque hubo un recital, debiera decir que el puesto de tortas fritas que encontramos en el predio se llevaba la grande. El techito nos resguardaba, y la señora aceptaba pesos argentinos y mojados. Ideal. Habíamos ganado las butacas preferenciales, en buena ley, y los que iban llegando se acodaban como podían y esperaban que nos corriésemos; pero eso, lamentablemente, sólo sucedería minutos antes de que se apaguen las luces. Luego, algo que poco a poco se iría convirtiendo en costumbre: apenas comenzado el show, con el Indio ya en escena, la lluvia se disipó y las nubes dieron paso a las estrellas.

No puedo decir que haya sido el recital de mis sueños, porque la realidad era que estábamos más incómodos que la mierda. Ya no sabíamos si ir adelante, si quedarnos atrás, si irnos a casa, en fin… creo recordar una poderosa versión de Ropa sucia, clásico ricotero, y al oscurísimo Ciudad Baigón, temazo de ese primer disco que ya no volvería a sonar en vivo. De regreso a la terminal, no caímos presos de pedo: no sabíamos qué hacer para salvar las cosas de la mochila, y nuestros tobillos eran una exposición de lodo; entonces nos pareció que lo más lógico era meter las patas en la fuente de la plaza principal, y así procedimos, en homenaje a la lucha obrera de nuestro país. Nos lavamos lo mejor que pudimos y seguimos camino, apenas más aliviados. Nos esperaba una noche dura…

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3- Desguazado Patricio Rey (sí, más o menos, como un auto robado), el Indio y Skay resetearon sus cronómetros y reencauzaron sus naves, procurando no volver a coincidir. El resto de la humanidad caíamos en la cuenta de que las historias más bellas son regidas por la voluntad y el capricho de un par de hombres y mujeres y que pueden, por ende, derrumbarse de golpe. Es tan simple así.

El Indio nos sigue invocando, desde su poesía, pero su afán de vernos de pie aún se diluye, pues su modo de hablarnos será siempre protector. Cada vez que puede nos repite que tengamos cuidado, como si fuera más fuerte que él. Tatuaje es un tema de su segundo disco, cuya letra parece haber sido compuesta por Salvador Dalí: hay una batería en el agua, casi ahogándose en el fondo de una pileta, y rogando ser rescatada. Detrás de sus recursos, la creencia intacta de nuestro despertar.

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Siempre habrá hilos invisibles entre Los Redondos y los caminos solitarios de sus hacedores. Donde se produjo un extraño quiebre fue en el público que heredó el Indio, el masivo, el histérico. En sus primeros recitales, al frente de su nueva banda, ya se notaba el cambio de época: las horas previas al show ya no eran de temer, uno podía pasar el rato dentro o fuera del estadio, tranquilo, beber algo con amigos, oír música… raro. Cuando fui a Racing tenía 16, era mi primer recital, y recuerdo que antes de entrar ya le estaba pidiendo al Gordo que nos fuéramos. La realidad era que debimos haber llegado con mucho más tiempo, pero él tampoco conocía bien el paño; nada más me estaba acompañando. Creo que esa escena, la del acceso, debió haber sido contundente para cualquiera y no únicamente para mí, que todavía era un chico. Olor a pólvora, humo que ascendía del asfalto, herraduras de caballo que no sabía dónde mierda estaban pisando. Patovas excedidos, aturdidos, repartiendo por las dudas, sin distinción de ninguna índole. La cana, más marginal que cualquiera, más rabiosa que sus perros, no podía controlar ni sus esfínteres. Así supe que eso era ir a ver a Los Redondos, y fui aprendiendo a sortear obstáculos.

El público del Indio es ese mismo, dotado de una extraña fidelidad y que, cuando se reúne, parece modificar cualquier estructura. Hasta me da pudor decirle “público”. Pero también es otro. Como si hubiese cercenado su antiguo karma, como si hubiese desistido de sus pieles ociosas para afrontar una nueva era. Así como durante los ochenta había cambiado su rostro irracionalmente, conforme crecía la banda, hoy vuelve a mudar, antojadizo. Indudablemente que este, como cualquier otro fenómeno social, es susceptible de ser abordado de diversas maneras -claro que esas maneras son posturas ideológicas-. Patricio Rey, una vez que abrió la boca, fue terminante: “Ciertos fuegos no se encienden frotando dos palitos”, declaró, y no volvió a hablar al respecto.

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He llevado a mi vieja a ver al Indio, a uno de sus últimos shows, en Tandil. Ella quería tomar fotos a los trapos, a la gente y, por esa vez, ser partícipe de la historia. Aquel ghetto, el que salía a escena cada vez que tocaban Los redondos, no me lo hubiese permitido. Entonces había un límite preciso entre los que entraban y los que se quedaban afuera: iba el que se disponía a cruzar el umbral, el que metía las patas en el enjambre, y era excluido quien decidía no aventurarse. Reglas que olían a desconcierto. Los corridos de las ceremonias ricoteras eran los prudentes, los cautelosos, mientras que una buena porción del protagonismo era propiedad privada de los marginados de la sociedad. Ese universo caótico, impredecible, era consonante con el mensaje de la banda.

Los recitales de hoy son multitudinarios como entonces, pero sospechosamente pacíficos. Debería ser un motivo de orgullo, en tanto prueba de aprendizaje, pero me atrevo a preguntar, ¿qué pasa? ¿Por qué nuestros encuentros ya no son tan pesados? Es cierto que el contexto social es otro, pues ha pasado un tiempo y la realidad no deja de transformarse. Tal vez, por mucho que veamos en los seguidores del Indio a las viejas huestes ricoteras, el sentido ya no es el mismo de entonces. Quizá hoy él pueda decir, al fin, que somos un público respetable.

*Publicado en “Indio. Mi único héroe en este lío”. Sudestada de Colección, 2014 – Fotos: Paula García