La patria de ellos
Hugo Montero/El Furgón – “¡Ay, patria mía!”, dijo Manuel Belgrano, casi un suspiro marchito, un gemido de tristeza. O al menos, eso dicen que dijo. Porque ya se sabe: de las últimas palabras de los próceres uno puede inaugurar un subgénero literario. Algunas acartonadas despedidas, otras improbables salidas del mundo de los mortales, esas citas integran la mitología patriotera que dibuja perfiles de bronce a personajes contradictorios, apasionados y rebeldes. “¡Viva mi patria, aunque yo perezca!”, parece que declamó Mariano Moreno, tumbado en un catre a bordo de una fragata con destino británico, consumido por el veneno que recorría sus entrañas, aplastado su proyecto jacobino por las fuerzas de la reacción. “Qué viva la patria, y no yo”, dicen que gritó Antonio Ruiz, más conocido como el negro Falucho, uno de los soldados del ejercito que luchó por la independencia de América, poco antes de ser fusilado por los realistas. Un rato antes le había escupido en la cara a quienes lo insultaban acusándolo de “revolucionario”, como si ese término entrañara un agravio: “Es malo ser revolucionario, pero mucho peor es ser traidor”, bardeó el morocho, guapo y provocador. “Muero contento, hemos batido al enemigo”, murmuró el pobre soldado Juan Cabral, ensartado de lado a lado por el sable de un español durante el combate de San Lorenzo. Al parecer, cayó en su intento de proteger al coronel San Martín de una muerte segura, tirándose de palomita encima ante la amenaza del acero enemigo. Dicho sea de paso, parece que el grito de guerra de los granaderos en San Lorenzo no fue el previsible “¡Viva la patria!” (quizá, porque no existía tal patria que vivar por entonces), sino un más resonante y cercano: “¡Viva la revolución!”. Y hablando de revolución, ninguna despedida resulta más inquietante (y más creíble, por otro lado) que la del pobre Castelli, afectado por un cáncer de lengua y por la derrota estratégica de su gesta revolucionaria: “Si ves al futuro… dile que no venga”.
Importa poco ahora dilucidar la veracidad de estas últimas palabras (¿acaso no tenía razón Carlos Marx cuando le dijo a Engels, a poco de morir: “¡Fuera, desaparece de mi vista! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos que no han dicho lo suficiente mientras vivían!”?). De alguna manera, se integran a nuestra identidad como parte de una infancia compartida. De bronce los dibujan en los tediosos actos en el patio del colegio; de mármol los distancian después los historiadores mitristas y los repiten tantos docentes durante décadas.
Ahora, que la pelea ancestral entre patriotas y cipayos aparece tan borrosa, cada tanto vuelven los juglares del nacionalismo de bolsillo. Ahora, que los mismos que apelan a ese sentimiento patriótico tan berreta que no supera la simbología de la escarapela y el himno cantado a viva voz, piensan que su nación no se extiende más allá de la avenida General Paz. Ahora, que la misma dirigencia que emociona con discursos donde la defensa de lo nacional siempre irrumpe; que por un lado festeja con lágrimas la recuperación de un porcentaje mayoritario de YPF, mientras por el otro, brinda la firma de contratos que facilitan el saqueo de recursos naturales y la destrucción del medio ambiente, en los despachos de las grandes multinacionales de la megaminería. Ahora, justo ahora, vale admitir las contradicciones que nos genera a tantos que entendemos la idea de Patria más apegada a la noción de internacionalismo que a esa otra, que la defiende solo hasta el límite fronterizo. Y que, siempre tan desconfiados de las apelaciones fascistoides y la iconografía patriotera de la Billiken, pensamos que la patria está en otro lado: lejos de los actos oficiales, lejos de los despachos multinacionales, más lejos todavía de las redacciones de los cronistas a sueldo.