Laika: Un ladrido en el cosmos
Hugo Montero/El Furgón – La semana que pasó se cumplieron 59 años del día en que la perra Laika se perdió para siempre en el laberinto del cosmos. Fue el primer ser vivo en orbitar alrededor de la Tierra, pero también fue la gran protagonista de la carrera espacial y de una historia plena de anécdotas que vale la pena repasar.
“Algo está haciendo el hombre
-comentó el universo-
mirando hacia la Tierra,
con sus millones de ojos.
Y tú, perrita mansa
de siberiano encaje,
con tu abrigo de ciencia
escribiendo la historia,
barriendo meteoros
para los pies del hombre
girabas y girabas…”
Fragmento de “Elegía en la muerte de Laika”,
del poeta panameño Carlos Francisco Changmarín.
Los días que siguieron a la triunfal puesta en órbita del satélite artificial Sputnik, Sergei Korolev no podía ni quería disimular su euforia. Ese ucraniano, ingeniero jefe del programa espacial soviético, de gesto adusto y modos recios, entrenado para pronunciar pocas palabras, negociar hábilmente con los dirigentes del Partido y superar la desconfianza de los militares, que había superado por poco la condena a trabajos forzados en un Gulag stalinista por la delación de un colega, sabía mejor que nadie que con ese éxito inicial se abría un mundo de oportunidades ilimitadas para su proyecto. Más aún después de constatar personalmente el impacto mundial de la noticia y la desbordante satisfacción de los dirigentes del Kremlin por haberle propinado a los americanos un golpe durísimo a su pedantería tecnológica. Ese pequeño artefacto de diseño sencillo, de 58 centímetros de diámetro y 83 kilos de peso girando en el espacio desde el 4 de octubre de 1957, era la mejor carta de presentación para un rejuvenecido Korolev: de ahora en adelante, su presencia sería requerida en cada evento social importante y sus exigencias presupuestarias serían atendidas de un modo prioritario en los despachos de la Nomenklatura. Era el momento; Korolev lo sabía. Si los dirigentes del Partido querían impacto, él les daría impacto. Particularmente, si el que le reclamaba una nueva hazaña espacial era un entusiasta Nikita Kruschev, allí estaría Korolev para avanzar un paso más hacia lo desconocido, para romper con los límites de lo posible y cambiar la historia, una vez más. Apenas se reunieron para festejar por el suceso del Sputnik, Kruschev no anduvo con vueltas: el 7 de noviembre de 1957 de cumplirían cuarenta años del inmortal triunfo bolchevique de Lenin y compañía, y la consigna era que para antes de esa fecha la Unión Soviética debía conmover al mundo nuevamente.
Una idea brillante
Korolev no se inmutó ante el desafío; tenía un plan en carpeta, y lo propuso en aquella reunión histórica: “Podemos poner un perro en órbita. Sería el primer ser vivo en viajar al espacio…”. Kruschev escuchó la propuesta ensimismado, sonrío y por un momento logró imaginarse con precisión el rostro azorado de Dwight Eisenhower, su par norteamericano, quien pocos días atrás, en ocasión de intentar explicar ante la prensa de su país cómo los rusos habían llegado primero a colocar en órbita un satélite artificial, sólo pudo alegar despectivamente: “Pero apenas se trata de una pequeña pelota de aire…”. ¿Qué excusa tendría que inventar ahora Eisenhower para minimizar la superioridad soviética, cuando se enterara que el comunismo pondría al primer ser vivo en órbita?
Si bien la brevedad del plazo para la misión aceptada por Korolev rozaba la temeridad (¡apenas un mes!), también es cierto que el Ingeniero ya había proyectado lanzar animales al espacio desde al menos 1949, cuando se puso en contacto por primera vez con el Instituto de Medicina de la Aviación en Moscú para estudiar la viabilidad de experimentos para recopilar datos biomédicos. Después de todo, los veinte lanzamientos suborbitales con animales realizados desde entonces y hasta mediados de 1967, con el adicional de algunos segundos de ingravidez y de la recuperación con vida de 16 de esos animales, podían resultar antecedentes muy útiles para eliminar fases de estudio preliminares y quemar etapas para alcanzar el objetivo de máxima en tan corto plazo. En ese proceso previo se barajaron como opciones los conejos, los ratones y los reptiles, pero la opinión general de los científicos se inclinó hacia los perros. En este sentido, el espionaje industrial en pleno apogeo durante la Guerra Fría aportaba informaciones útiles acerca de los avances experimentales del otro lado de la cortina de hierro, así que los soviéticos seguían con atención las pruebas norteamericanas con simios. A la hora de la selección definitiva, si bien admitían la importancia de la similitud fisiológica con el hombre para el desarrollo de los estudios comparativos, para los soviéticos los monos se caracterizaban por un comportamiento demasiado nervioso y agresivo en las particulares condiciones de un vuelo orbital. Una actitud que, en el caso de los perros, mermaba de un modo considerable.
La cuestión era, al igual que en el caso del Sputnik, llegar primero. No importaba cómo, pero había que lograrlo antes. No había mérito alguno en un segundo puesto en esa carrera tecnológica; el segundo nunca recibía la atención mediática del pionero y sin el impacto a nivel global, la guerra propagandística se perdía inexorablemente. De allí la urgencia de Moscú para el reclutamiento de los canes: una primera condición excluyente era su tamaño pequeño (clave para que los animales entraran cómodamente en las diminutas cápsulas), otra decisión fue utilizar hembras –más tranquilas que los machos– de colores claros (para ser fotografiadas con mayor facilidad, siempre pensando en el impacto mediático), y una tercera tenía que ver con su tolerancia a los cambios y a la dureza del entrenamiento físico que se les impondría. Por ese motivo, el objetivo de los seleccionadores apuntó a los perros callejeros, mucho más habituados a los rigores de la vida cotidiana que los mansos y humanizados perros caseros o adiestrados.
Para el lanzamiento desde Baikonur, Korolev trabajaba día y noche pero contaba con la certeza del buen funcionamiento del modelo anterior, así que el trabajo mecánico de montaje se limitó a reproducir el cohete R-7 que había puesto en órbita al Sputnik algunos meses atrás. Definitivamente, se trataba de un problema menos. “Ahora, cuando tenemos computadoras y sofisticado equipamiento industrial, láser y otras cosas, nadie es capaz de hacer un satélite nuevo en apenas un mes”, destaca el cosmonauta Georgi Grechko, remarcando una vez más el extraordinario trabajo de Korolev y sus hombres en un plazo ridículamente exiguo. En cuanto a la cabina presurizada donde viajaría el animal, los ingenieros se abocaron a preparar un cilindro de aluminio de 80 centímetros de longitud y 64 centímetros de diámetro, con una escotilla en un extremo no posicionada allí para que el perro disfrutara del paseo espacial precisamente, sino para que los técnicos mantuvieran sus movimientos bajo control durante el tiempo de espera en la rampa de lanzamiento. En la cabina, las reservas de oxígeno y alimentos alcanzarían para sobrevivir durante siete días, mientras que un sistema de telemetría con sensores aportaría al centro de control los datos básicos: signos vitales, respiración y parámetros fisiológicos, por ejemplo. En tanto, el perro se mantendría sujeto a la butaca con algunas correas elásticas que le permitirían una cierta movilidad: podría echarse, pararse o sentarse, pero no darse vuelta.
El único límite tecnológico para Korolev y su equipo era imposible de resolver en un plazo tan corto: no había manera de hacer regresar con vida a un animal desde una distancia orbital, ya que la estructura de los escudos térmicos de las naves recién se estaban perfeccionando en esos momentos. De modo que todos los integrantes del equipo sabían con certeza que el viaje del animal sería sólo de ida, y que el perro elegido no volvería nunca de su misión espacial. De allí que la decisión de elegir al tripulante fue todo un tema sensible para los científicos con la responsabilidad de esa tarea. Tres perras llegaron a la última ronda como candidatas: sus nombres eran Albina, Muja y Laika. Albina contaba con sobrada experiencia previa en vuelos suborbitales pero también tenía cachorritos a su cargo, de modo que fue la primera descartada en la piadosa selección. Muja también tenía en su haber un pasado en un centro de entrenamiento para pruebas de instrumentación, pero quedó fuera de competencia por un motivo superficial: un mínimo defecto en una de sus patas, que no le impedía ningún movimiento básico pero la hacían –eso sí– poco fotogénica a la hora de imaginar el despliegue mediático. De modo que la elegida por descarte fue la pequeña Laika (“Labradora”, en ruso), una perrita callejera de dos años de edad, unos 6 kilos de peso y un comportamiento tranquilo, que había sido bautizada con ese nombre por los miembros del equipo espacial por su sonoro ladrido.
La mejor amiga de los soviéticos
Trasladada al centro de lanzamiento de Baikonur, Laika encaró la última etapa de su preparación bajo la tutela del director del Instituto de Problemas Biomédicos de Moscú, Oleg Gazenko: pasar varias horas en la cabina de vuelo para permitir su aclimatación ante las vibraciones, ruidos y aceleraciones de fuerza centrífuga, y al mismo tiempo monitorear al detalle su comportamiento.
Más allá de la propaganda posterior difundida desde Estados Unidos, la verdad es que los técnicos de Baikonur terminaron encariñándose con aquel pequeño perrito. Incluso el responsable de su selección, el especialista en biomedicina Vladimir Yazdovsky, poco antes de la fecha del lanzamiento pidió permiso a sus superiores para llevarse a Laika a su casa por unas horas. “Era una perra maravillosa, tranquila y muy apacible. La llevé a casa y se la enseñé a mis hijos para que jugaran con ella. La verdad es que quería hacer algo bueno por la perra. Tenía tan poco tiempo para vivir…”, evocaría el técnico, conmovido por la culpa de esa imagen imborrable: sus hijos pequeños jugando con la perrita que, horas después, partiría sin regreso al espacio.
Pero para el 3 de noviembre de 1967, ya no había resquicios para sentimentalismos en Baikonur. A las 5.30 de la mañana, Laika partía rumbo a la inmortalidad impulsada por un cohete R-7. Pocos segundos después, ya superada la barrera atmosférica, la nave quedó orbitando en el cosmos. Viva y en buenas condiciones de salud (si bien su ritmo cardíaco se había triplicado durante el despegue, la ingravidez prolongada no parecía perjudicial para ella), Laika era totalmente ajena a un acontecimiento extraordinario para la historia de la humanidad. La noticia no demoró en ser difundida desde los teletipos de la agencia de noticias soviética TASS a todo el mundo: un ser vivo orbitaba alrededor de la Tierra, los comunistas lo habían hecho otra vez.
Heroína y mártir
Lejos de los libros de historia y las disputas por la hegemonía planetaria, el derrotero de Laika en el cosmos fue tan triste como breve. Apenas seis horas y cuatro órbitas toleró su pequeño cuerpo las duras condiciones de vuelo. Murió agitada y ladrando hasta el final por culpa del stress sufrido y también por las altas temperaturas en el interior de la cabina. Nunca se supo a ciencia cierta si el fallo que impidió que una sección de la nave se desprendiera como estaba pautado generó un resquebrajamiento en el material aislante que cubría la cápsula o si el que desperfecto ocurrió en el sistema encargado de disipar el calor del interior. Lo concreto es que, preocupados por el impacto mediático que podría generar la traumática muerte del animal, los soviéticos prefirieron ocultar la verdad y después de asegurar que estaba previsto que el animal regresara a la Tierra en paracaídas, terminaron por instalar una hipótesis un poco más piadosa: durante décadas y hasta octubre de 2002 (fue el científico del Instituto de Problemas Biológicos de Moscú –y también participante de la misión–, Dimitri Malasheko, quien se encargó de difundir durante un congreso en Houston la verdad con pruebas irrefutables), aseveraron que Laika se mantuvo con vida una semana, y que antes de que se acabase el oxígeno en la cápsula se le había administrado una dosis de sedante. El Sputnik 2 siguió girando alrededor de nuestro planeta hasta completar su órbita número 2.570. El 18 de abril de 1958 se calcinó en contacto con la atmósfera terrestre y se perdió para siempre.
Laika se transformó desde entonces es un símbolo contradictorio: por un lado, confirmaba la evolución técnica del hombre, capaz de enviar al cosmos una nave habitada por un ser humano, verdadero tubo de ensayo de una próxima aventura con un hombre solitario en el espacio. Pero por el otro, la empatía internacional que había logrado aquella pequeña perrita terminó entristeciendo a millones de personas, que anhelaban todavía poder ver de regreso a aquel animal heroico y, en cambio, tuvieron que enterarse de su traumático fin. Uno de los integrantes del equipo que había adiestrado a Laika, el apesadumbrado Oleg Gazenko, admitió arrepentido años después: “Cuanto más tiempo pasa, más lamento lo sucedido. No debimos haberlo hecho… ni siquiera aprendimos lo suficiente en esa misión como para justificar la pérdida del animal”. Años más tarde, después de aquel vuelo orbital sin precedentes, Yuri Gagarin confesaría, en tono irónico pero también en referencia a Laika ante la prensa: “Todavía hoy no sé si yo soy el ‘primer hombre’ o el ‘último perro’ en volar al espacio”.
Lo único cierto es que Laika fue la primera víctima de la carrera espacial, y que después de ella otra docena de perros fueron lanzados al espacio desde Baikonur. Solo cinco de ellos regresaron con vida, entre ellos las perritas Belka y Strelka; las primeras en regresar con vida a la Tierra en 1960, pero después de Laika y debido a la mala publicidad generada por su deceso, ningún otro vuelo con animales se lanzó en la Unión Soviética sin que existiese un sistema montado para el retorno.
Un zoo en el espacio
A partir de ese momento, la muerte de Laika fue una pieza más en el tablero de ajedrez de la propaganda de Washington contra Moscú. Expresiones de indignación por la suerte del animal se escucharon del otro lado del mundo, particularmente de parte de organizaciones de defensa de los derechos de los animales, pero nadie se atrevió a recordar en ese momento que también Estados Unidos también tenía en su haber varios cadáveres ocultos en el sótano de su programa espacial. Por caso, en junio de 1948 el mono Albert 1 fue lanzado en un cohete V-2 (aquellos diseñados por el científico alemán Wernher von Braun con pasado nazi), y no soportó ni siquiera el despegue: murió sofocado durante la espera. Su sucesor, Albert 2, completó un vuelo suborbital a 132 kilómetros de altura pero murió durante el retorno por un fallo en el paracaídas. Siguiendo con la racha macabra de monos, Albert 3 murió durante una explosión en pleno ascenso en septiembre de 1949, y el 8 de diciembre de ese mismo año Albert 4 tampoco escapó al designio mortal de sus antecesores: otra vez nunca se abrió su paracaídas. Poco después, Albert 5 sobrevivió al vuelo pero murió dos horas después del aterrizaje, presumiblemente de sed porque el equipo de rescate nunca llegó a tiempo. La lista de monos caídos en desgracia del programa espacial americano no se detiene en estas criaturas, al menos hasta enero de 1961, cuando lograron que el chimpancé Ham volara en la nave Mercury Redstone, alcanzara una altitud de 253 kilómetros, experimentara seis minutos de ingravidez y amerizara con vida en el océano Atlántico, donde fue recuperado por un barco americano. Pero el éxito de Ham no anula la triste historia de los ejemplos previos, nunca mencionados por la propaganda americana, al menos a la hora de confirmar que el doble discurso y la hipocresía también fueron armas importantes en la competencia contra su adversario comunista.
Una suerte distinta para Laika imaginaron diversos narradores en la ficción y hasta grupos musicales. La escritora Jeanette Winterson en su novela Weight, imaginó que el animal era adoptado por el titán griego Atlas, quien la había encontrado vagabundeando por el cosmos. En la novela Intervention de Julian May, se afirma que la perrita fue rescatada por seres extraterrestres, pero más allá llegaron los autores del famoso cómic Flash Gordon, quienes imaginaron que Laika había sido bien recibida por una raza de criaturas lunares con aspecto perruno. Muchos años más tarde, ya en los años noventa, el grupo musical español Mecano, le dedicó una popular canción a la perrita soviética, que termina de la siguiente manera: “Preparando esta ya el cohete para zarpar/ el control en tierra dice a Laika adiós./ Una noche en el telescopio/ una nueva luz apareció./ nadie pudo darle una explicación/ al asomo del nuevo sol./ Y si hacemos caso a la leyenda/ entonces tendremos que pensar/ que en la tierra hay una perra menos/ y en el cielo una estrella más”.
Pero lejos de la creatividad de compositores y narradores, de los flashes fotográficos y los titulares del periódico Pravda, ajeno a los festejos de los burócratas de la Nomenklatura por la nueva patada asestada en el orgulloso trasero americano, un técnico soviético busca el rincón más solitario del cosmódromo de Baikonur. Vladimir Yazdovsky, quién otro, habrá disimulado de todas las maneras posibles esas lágrimas rebeldes que se asomaron a sus ojos después de seguir en detalle las alternativas del histórico vuelo de Laika. Para Yazdovsky, no había manera de quitarse aquella imagen, plena de ternura y melancolía, que la memoria le repetía una y otra vez: sus hijos jugando alborotados en el patio de su casa con aquella perrita inmortal que había cambiado la historia de los hombres para siempre.
*Artículo publicado en Revista Sudestada Nº 129 – Junio 2014 / Ilustración de portada: Julio Ibarra