Cuando el amor deja de ser un campo de batalla
Micaela Soledad Arbio Grattone/El Furgón* – Luego del femicidio de Wanda Taddei ocurrido en febrero del 2010 en manos de su novio Eduardo Vázquez, integrante de la ex banda de rock Callejeros, 136 mujeres fueron quemadas por sus parejas hasta el 2013. Karina Abregú fue una de las tantas víctimas de violencia de género que sobrevivió a este tipo de agresiones en el 2014. Ella esperaba en la estación del partido bonaerense de Merlo a su hermana, era el primer sábado de mayo y el frío ya se colaba en los huesos. Un camperón negro la cubría hasta el mentón, pero un botón en el pecho se le desabrochaba y dejaba ver las marcas que Gustavo Albornoz, su ex marido, le dejó en el cuerpo.
“Quemar a una pareja tiene connotaciones singulares: no serás mía pero tampoco de nadie”, aseguraba Mariana Carbajal, integrante de la red de periodistas con visión de género (RedPar) en el libro Por ellas, del Observatorio de Femicidios Adriana Marisel Zambrano.
Mientras Abregú estaba sentada en el banco de la plaza Néstor Kirchner que rodea las vías del ferrocarril Sarmiento, un hombre de un metro ochenta se le acercó para preguntarle si ella era la mujer que vio en la tele hace algunas semanas. Le respondió que sí, que era ella a quien le quemaron casi la mitad del cuerpo y estaba viva de milagro. El señor, de unos 45 años aproximadamente, simulando ser agradable, emprendió una charla con un aire de machismo y superioridad. Las preguntas eran: “¿Vos cómo lo tratabas?”, y las respuestas nunca eran escuchadas. Las charla terminó con la afirmación: “Cuando pasan estas cosas hay que separarse y listo, sin exagerar tanto”. A la rubia de contextura chica y pelo atado le brillaban los ojos de desconfianza. Su cuerpo se achicaba mientras pasaban los minutos y la única respuesta que daba era “Sí” a cada pregunta. Él, bien macho, después de hacerle varios cuestionamientos como “¿Por qué volvía a su casa después de las actitudes de su esposo? ¿Qué hacía ella? Y ¿Cómo no se fue antes?”, le dijo: “Son cosas normales en las parejas y la solución es separarse sin tanto espamento”.
Cuando él se alejó, ella respiró profundo y volvió a su tranquilidad, aunque en su cara se notaba la impotencia que le causó esa situación. “Si estoy con Carolina, mi hermana, o algunas amigas ni se acercan para hablarme así. Cuando estamos juntas es distinto”, confirmó esta mujer que hace dos años tuvo que tirarse a la pileta de su casa para no morir víctima de otro femicidio. Aún no perdió el miedo que le causa el género masculino, pero igual se ilusiona con tener un amor en un futuro que ve muy lejano, una relación llena de respeto y cariño.
Construir desde la compañía
Debora Schubert es psicóloga, trabaja en CAOPI (Centro de Asistencia y Orientación para las víctimas de género y trata) y asegura que identificarse con otros casos es una buena ayuda. Los viernes dentro de La Casa del Encuentro, lugar donde se acompaña y se brinda asesoramiento a las damnificadas, funciona un grupo de ayuda psicológica para mujeres que han sido maltratadas. “Ellas se apoyan, charlan sobre lo que les pasa y cuentan sus vivencias. Comparten las herramientas que a cada una les sirvió para alejarse del violento, pero sobre todo toman consciencia de que no están solas”, agrega Schubert.
La soledad y el aislamiento suelen ser algunas de las maneras que tienen sus parejas para lograr mantener las agresiones en el tiempo. No te deja salir, te revisa el celular, te convierte en un objeto que sólo sirve para estar a merced de un hombre. El proceso de recuperación es largo. Primero, los profesionales intentan que accionen de manera legal para resguardarlas. Luego, es importante identificar qué tipo de violencia les perpetraron y, por último, es fundamental que salgan empoderadas de este proceso para que ese círculo de agresiones no se vuelva a repetir.
Una historia diferente
Ayde tiene 34 años, cuatro hijos y está terminando el secundario en un bachillerato que se encuentra a dos cuadras de Chilavert y avenida La Plata. Lleva algunos libros en la mano, el pelo largo castaño oscuro le llega a los codos y el labial rojo le resalta la boca en su piel morena. Avanza a pasos firmes, tiene ojos andinos, marrones, y una cicatriz en la frente que le dejó Víctor, su ex pareja, una noche que llegó borracho a la casa y la empujó por la escalera. Luego la llevó al hospital y le pidió que se callara. Él alegó que se había caído sola.
Otra de esas noches en las que él estaba alcoholizado volvió del bar y la golpeó, hasta el hartazgo de uno de sus hijos que trató de frenarlo, pero él también salió despedido a las piñas. Después de 11 años de concubinato, Ayde se dio cuenta que esa relación no daba para más. Un vecino tuvo que entrar al domicilio y sacar a Víctor a la fuerza para que no siguiera con las agresiones. Después de una denuncia policial, la vida que para todos los extraños era la de “una familia perfecta”, quedó destruida. “Yo tenía miedo, pensaba que no iba a poder, que cómo iba a alimentar a mis hijos. No tenía seguridad en mí, me había sacado todo. Porque yo sólo vivía con él y para él”, asegura Ayde, que nació en Cochabamba, Bolivia, donde conoció al padre de tres de sus hijos. “Al principio era todo lindo, después comenzaron los ataques y cada vez las cosas se pusieron peor. Yo aguantaba porque lo quería y estaba segura de que podía cambiarlo. Callaba muchas cosas, no hablaba con nadie y hacía todo lo que él quería, igual me pegaba sin motivos”, contó.
Siempre que ellos se peleaban, Víctor estaba acompañado por sus dos hermanas que también golpearon a Ayde en varias ocasiones. Él no era violento con ellas ni con la hija menor de la pareja, que era como la princesa de la casa. “Mi nena chiquita al principio lo defendía y me desautorizaba, pero cuando creció se fue dando cuenta sola de cómo era su papá. Cuando nos separamos, muchas veces se quedó esperando que él la venga a visitar o que la lleve de paseo. Pero si venía estaba borracho o, sino, se ponía a tomar en el bar de enfrente, con ella sentada ahí”, relata mientras algunas lágrimas se le escapan de los ojos, como a toda madre cuando ve sufrir a sus hijos e hijas.
Ella ya sabe que puede sola, como hace tres años cuando juntó valor y decidió volver a sus estudios, o cuando le pidió ayuda a su hermano para poner un taller de costura y salir adelante. La valentía de esta mujer se nota en su caminar: avanza segura y no duda en sus pisadas. Esos pasos que un día se cruzaron con Sandro, mientras llevaba los chicos al colegio. Intercambiaron miradas y poco a poco algo más que éso. El proceso de cambio comenzó mucho antes, se dio cuenta que ya no había por qué aguantar tanta tensión y que sus hijos estaban primero que nadie. La fuerza la juntó sola, denunció y eligió alejarse para toda la vida del golpeador. El miedo estaba y dejó su registro para siempre, pero no ganó la partida.
Aún así, Ayde dice que sin Sandro ella no hubiese llegado hasta donde está hoy, con esa humildad que aún la sigue a sol y a sombra. “Sandro me da seguridad, me hace sentir bien, me aconseja y me ayuda siempre. Él está en todo”, cuenta con los cachetes colorados, como una quinceañera que vuelve a enamorarse. “Nunca me apuró, me esperó y se ganó toda mi confianza. La primera vez que estuvimos juntos fue mucho después de conocerlo y porque yo realmente quería”, dice. De a poco y con ganas, este nuevo hombre que llegó a la vida de Ayde le hizo entender que el amor se construye de una manera distinta a lo que acostumbraba. Primero la ayudó con sus hijos, luego entre halagos y piropos los encuentros se hicieron más íntimos, y todo terminó en un presente lleno de ilusiones para ella. El respeto es algo que Sandro nunca dejó de lado.
Violencia versus amor
Las mujeres que se encuentran en esta situación se sienten encerradas en sus relaciones por factores económicos, por sus hijos e hijas, o por asuntos familiares. “Aquellas mujeres que logran reconocerse como víctimas y pasar esa situación logran recuperar la confianza en el sexo opuesto. Porque entienden que lo que vivieron fue violencia y no un vínculo de amor”, asegura la psicóloga Schubert, que actúa junto a un equipo de abogados que asesoran a cada una de las ingresantes a La Casa del Encuentro por búsqueda propia o por derivación de la línea telefónica 144, que auxilia a las mujeres víctimas de violencia las 24 horas del día.
La consigna “Ni Una Menos” ya tuvo su segunda marcha y la presidenta del Consejo Nacional de la Mujer, Fabiana Tuñez, manifestó que “hay que trabajar para destruir esta cultura machista, que nos atraviesa a mujeres y varones. La falta de un patrocinio jurídico para las víctimas es una de las grandes fallas que tiene el Estado”.
Una sociedad que legitima la creencia de que el varón es superior produce una estadística en la que una de cada tres mujeres en el mundo sufre agresiones por cuestiones de género, en su mayoría propiciada por sus parejas. En Argentina muere una mujer cada treinta horas. Resulta alarmante la facilidad con la que estos “machos” influyen en el autoestima de cada víctima: se apropian de ellas hasta el punto de lastimarlas, quemarlas, violarlas y matarlas. Muchas de las instituciones que deberían acompañar esta recuperación psicológica no lo hacen como lo indica la Ley 26.485 sobre violencia de género, que intenta promover la protección integral para prevenir, sancionar y erradicar las agresiones contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales. Hay mujeres golpeadas, víctimas de trata y de explotación sexual, desaparecidas y asesinadas. Todavía se escucha la justificación de “algo habrán hecho”. “No es amor, es violencia. No es un crimen pasional, es un femicidio”, finaliza Ada Rico, titular de La Casa del Encuentro.
*Foto de portada: Agustina Salinas