La historia diaria de un liberal decimonónico del siglo XX: Álvaro Melián Laiño en “La Razón”
Hasta principios de la década del ochenta, al igual que muchos diarios sudamericanos, los periódicos porteños publicaron largos artículos sobre lo que los autores consideraban momentos históricos importantes. Los relatos evocaban la erudición y la memoria histórica de los lectores. A veces resucitaban una historia conocida pero olvidada. Otras veces, las historias reforzaban la sabiduría (o la ignorancia) popular del pasado. Muchos trabajos eran nostálgicos de lo que parecían tiempos más sencillos. En 1956, por ejemplo, en una Caracas en rápido crecimiento, los medios de comunicación informaban regularmente sobre la violenta delincuencia callejera, para los venezolanos que recordaban ciudades más pacíficas del pasado. En sus artículos históricos, el periodista Valentín Frontado contrastaba la rápida modernización con un pasado reciente más lento y feliz. En un artículo para el periódico La Esfera, empezó con los planes del gobierno de construir un nuevo edificio para el Ministerio de Justicia en la Plaza de San Jacinto, de la época colonial. Frontado lamentaba la próxima destrucción de la plaza y la desaparición de una “pulpería criolla” que antaño vendía canela, naranjas y sombreros de “pelo de guama” a los caraqueños. Los venezolanos identificaban aquellos sombreros con una identidad tradicional venezolana en vías de desaparición, vinculada a una antigüedad rural más sencilla. Frontado señaló con tristeza que, antes de que se construyeran edificios altos alrededor de San Jacinto, había sido un ritual feliz para los caraqueños observar a los pájaros en la plaza antes de ir a comer.
Los periódicos argentinos publicaban artículos que, como la obra de Frontado, pretendían recordar un pasado significativo para la gente preocupada por los problemas actuales. A principios de los años sesenta, Félix Hipólito Laíño era secretario general de redacción del diario vespertino La Razón. Admirador del líder socialista Juan B. Justo en su juventud, Laíño se inclinó hacia el centro político en los años cuarenta. Más tarde se describió a sí mismo como un liberal y, como tal, un firme defensor de la democracia parlamentaria y un feroz opositor al régimen militar. Esa última posición llevó La Razón a una intervención violenta del periódico en 1957 por la Revolución Libertadora.

En 1960 y 1961, cuando el peronismo quedaba proscrito por los militares, cuando el gobierno de Arturo Frondizi se enfrentaba a la amenaza constante de una intervención militar y cuando la inflación iba en aumento, muchos consideraban que la situación política era peligrosamente inestable. En esa época, un hijo de Laíño mucho menos conocido, Álvaro Melián Laíño, escribía regularmente una columna histórica para el periódico llamada “La historia vista por dentro”. Como las de Frontado en Caracas, sus columnas eran a menudo nostálgicas. Pero de una manera cuidadosa para no provocar la ira de las fuerzas armadas, Laíño contaba el pasado desde el punto de vista de un liberalismo más antiguo que lo de su padre. Sus artículos hacían hincapié en los beneficios de una democracia liberal fuerte, los límites de la tecnología moderna al servicio de la sociedad, una visión de la sociedad civilizada según el modelo europeo, y un desdén por las tradiciones argentinas vinculadas al caudillismo y a lo que los liberales de clase media podrían haber considerado habitantes rurales primitivos.
En “El adiós al tranvía” (13 de septiembre de 1961), Laíño describió el rápido crecimiento de Buenos Aires después de 1900, que incluyó la construcción de la primera línea de subte en 1911-1912, lo que provocó el declive del tranvía en Buenos Aires.”Se construyen nuevos subterráneos y después aparecen los colectivos y los omnibus. Se abren las diagonales y se eliminan los jardines de la Avenida Leandro Alem”. En poco tiempo, escribió Laíño, los tranvías “serán expulsados del centro. Pero nada se nos da por los que se nos quita”. “¿Será ésta una señal del progreso?”.

El 4 de abril de 1961, Laíño escribió “Vida y Constumbres del Gaucho”. Gran parte del artículo repasaba detalles de la vida rural cotidiana que los lectores seguramente conocían. “Las diversiones de los hombres”, escribió, “eran las cartas, las riñas de gallos, las carreras, el pato y la sortija”. Pero la nostalgia estaba impregnada de desdén por lo que Laíño describía como salvajismo en la frontera. “En invierno, la familia se encerraba en bestial promiscuidad con perros, lechones y gallinas”. “Las costumbres íntimas eran salvajes, y las vinculaciones de paternidad solían resultar de difícil precisión”, prosiguió. Laíño señaló que “todos, más o menos, conocemos el traje que era común en el gaucho”, que pasó a describir. Pero, como solía ocurrir en sus artículos, reservó para el final su crítica más dura a la primitiva. “Nuestro gaucho”, concluía, “fue soldado, se hizo bandido; hoy es una superstición”. Los artículos de Laíño sobre los indígenas eran igualmente condenatorios de lo que él consideraba la barbarie preeuropea. Al igual que el gaucho, Laíño caracterizaba a los primeros pueblos como una reliquia del pasado. Eran una curiosidad primitiva con bailes y formas de vestir interesantes pero que vivían en casas que eran “siempre asquerosamente sucias, llenas de parásitos, de un repulsivo olor a potro y un humo sofocante”. Los hombres “buscaban robar ropa de cristianos, que para ellos, más aún si era militar, significaba un gran lujo”.
En “La tortura, antigua institución” (2 de junio de 1961), Laíño estableció un vínculo entre el uso de la tortura y los regímenes bárbaros. Celebró el espíritu anti tortura de los filósofos franceses del siglo XVIII, Voltaire y Montaigne, al tiempo que vinculó esos sentimientos con la prohibición de la tortura en la Constitución argentina (1853), declarando (falsamente) que “en general, no hubo torturas durante el siglo pasado”. Sin acusar directamente a los policías argentinos de torturas, concluyó el artículo con un largo párrafo de condena a la autoridad policial “haciendo del dolor una regla de verdad”, y a lo que representan de estado represivo. Por el contrario, “En el día del periodista” (8 de junio de 1961) era un catálogo de defensores de la democracia liberal. “La Reforma de Nicolás Calvo, El Orden de Félix Frías y Luis Domínguez, El Nacional, sucesivamente de Domingo Sarmiento y Dalmacio Vélez Sarsfield fueron una escuela política abierta al país cotidianamente”. Y como siempre, Laíño guardaba su ojo crítico para las últimas líneas de sus columnas, lamentando la llegada de un “periodismo moderno en gran escala… exigiendo grandes capitales”.
Laíño ofreció sus comentarios más pesimistas en una celebración del que consideraba el mayor pensador de la historia argentina, Juan Bautista Alberdi (“Alberdi, un constructor”, 31 de agosto de 1961). Para Laíño, la Constitución Nacional y los demás escritos de Alberdi constituyeron la base para poner fin a las continuas guerras entre las provincias desde la independencia, y la formación de una república exitosa mediante la adopción de la cultura europea, “libertad de inmigración, libertad de comercio, instrucción pública y gobierno fuerte”. Pero Laíño era impreciso sobre cómo debía funcionar en la práctica la política alberdiana. Mientras tanto, desde allí señalaba sombríamente que “desde Alberdi el país no ha vuelto a ser pensado como objeto político”. Laíño sostenía que “los hombres [de la generación] del 80 fueron los realizadores y continuadores de ideas que encontraron hechas” en las obras de Alberdi. ¿Pero cómo y en qué sentido? Laíño deja esa parte en blanco. A partir de allí, sin embargo, “el país, sin ideas, echo mano de las ideologías: marxismo, fascismo, etc.”. Laíño creía que se había perdido el énfasis alberdiano en la importancia de los derechos individuales de los ciudadanos como base de una nación moderna. El problema era moral: “Huyendo de la angustia y la frustración, el hombre actual procura la seguridad y busca algo a que encadenar su vida”. El resultado, concluía, era una Argentina en la que cada vez más gente buscaba una “dictadura de masas” y se enfrentaba a gobiernos militares absolutistas que intentaban bloquear tales gobiernos populistas.

Quizá en parte Laíño fue clarividente en su abatimiento, sobre todo respecto en el cambio ideológico de su propio periódico. Según el periodista Eduardo Blaustein, después de marzo de 1976, La Razón fue el único diario importante que “reproduce fielmente el discurso militar, pero para hacerlo realiza previamente una operación de amasijo, retorcimiento y fundido con las retóricas cloacales de los servicios de información”. A diferencia de Clarín y La Nación, ninguno de los cuales era hostil al gobierno militar, La Razón “transparenta su misión de propaganda a favor del régimen.” (Eduardo Blaustein en Decíamos ayer: La prensa argentina bajo el Proceso,comp. Eduardo Blaustein y Martín Zubieta (Colihue, 1998)). La inspiración que La Razón había tomado de Alberdi, Sarmiento y Vélez Sarsfield había desaparecido.