19 y 20 de diciembre de 2001: Días de conmoción
“Que venga lo que nunca ha sido”.
Pintada en las paredes.
Sucedió hace 20 años. Las calles estuvieron en disputa. Por algunas horas fueron piedras, barricadas, humo, fuego, compañeros y compañeras que se la jugaban, motoqueros que se transformaban en heraldos populares, Madres de Plaza de Mayo bancando los gases y la atropellada de la montada, las asambleas en los barrios, las fábricas recuperadas puestas en producción por los trabajadores… pobres cada vez más pobres, multitud de desocupados gritando tanta bronca acumulada, hartos de tanta mentira y corrupción, que pusieron en jaque a un gobierno.
Fue la revuelta de las consignas inconclusas: ni “que se vayan todos”, ni “piquete y cacerola”, ni “Argentinazo”. Sin embargo ¿qué nos dicen los 38 muertos del 19 y 20? Fueron horas de furia que dejaron algo muy profundo. Una resistencia callejera heroica, que se extendió como mancha de aceite por la geografía del país, desde Buenos Aires a Rosario, de Villa Fiorito a Cipolletti, desde Corrientes a Paraná. Jornadas febriles que desbordaron el estado de sitio y la represión criminal del Estado, que superaron los planes conspirativos inmediatos del PJ y abrieron otra etapa en la política y economía argentinas.
¿A quién no le quedó alguna marca, algún episodio imborrable, alguna experiencia determinante del 19 y 20 de diciembre de 2001? Y ahí estaba, ante nuestras narices, para el que quisiera mirar, por fin, la vorágine de lo imprevisible. Nadie pudo permanecer indiferente ante la desesperación que arremetía en los supermercados, en los mini mercados, en los almacenes del barrio. En esa, por momentos, espantosa guerra entre pobres. Ante el hambre urgente que carneaba terneros en la autopista, o asaba ‘gatos’ a la parrilla.
No había forma de no conmoverse. De no indignarse. De la Rúa huyendo de la multitud por los techos de la Rosada, mientras la CGT convocaba una huelga general que a esa altura pasaba desapercibida y Moyano exhortando por televisión: “Hasta acá llegamos, ahora hay que reconstruir”. La secuencia de cinco presidentes en once días hasta Duhalde, más peronismo, pesificación y vuelta a reprimir. Los que se iban del país convencidos de que esto no tenía remedio, cartoneros y piqueteros, saqueos, clubes de trueque, cacerolas, fábricas recuperadas, asambleas por todos lados. Mientras no paraba de crecer el desempleo, la pobreza y la miseria. Y 38 asesinados a manos de policías y gendarmes, parapoliciales y custodios de la propiedad privada; centenares de heridos, apaleados y gaseados que mostraban, una vez más el carácter sanguinario de la clase dominante argentina. Sus riquezas siempre chorrearon sangre.
La primera asamblea barrial en aquel punto perdido del sur del conurbano, se juntó frente a la derruida salita de primeros auxilios, en la calle José Ignacio Rucci -qué paradoja-. Había euforia. Había docentes, unos pocos ahorristas, comerciantes, hombres y mujeres de oficios diversos, profesionales surtidos, amas de casa, una familia sin techo, exaltados y depresivos, algún que otro militante de izquierda, hombres y mujeres de clase media en aprietos, cansados de ver pasar al país por la televisión. Las preocupaciones iban más allá de la suerte que a cada uno le tocaba. Un ejercicio con los músculos contraídos después de diez años de menemismo. De pronto, las caras anónimas, esas que se cruzaban sin ver, se volvieron reconocibles. El saludo por las calles era mucho más afable. Ahora muchos más vecinos tenían nombre, profesión, rasgos personales y un denominador común. Cada uno sentía que formaba parte de algo.
Vecinos que no sabían qué iba a pasar con el crédito de su casa, ahorristas que tenían sus pocos pesos atrapados en el banco, algún convencido de que había llegado la hora de la revolución y muchos otros sapos de otro pozo, que hacían, sin saberlo, su debut en la política argentina.
En esas noches tórridas de verano no fueron pocos los que empezaron a tomar conciencia de cosas en las que nunca antes se habían detenido: que todos ellos eran carne de cañón de las multinacionales, que podía venirse un tarifazo, que cada voz podía multiplicar el sentimiento de indignación de todos y de todas. Había tiempo para hablar y para pensar. Se organizaban escraches a la municipalidad y a las empresas de servicios públicos. El petitorio vecinal se multiplicaba sin pausa… pero la orfandad de todo intento de organización y la profunda desconfianza que crecía ante cualquier atisbo de debate ‘político’, explica en definitiva los límites de la pueblada, y la incapacidad de conformar una alternativa a corto plazo, a medida que la clase dominante iba recomponiendo su crisis de hegemonía.
Alguna vez alguien aventuró una conclusión cínica: “tal vez haya sido un crimen perfecto, se quedaron todos”.
Mabel Romero, una jujeña petisa de ojos a veces amarillos a veces castaños, de mirada magnética, una madre de treinta y seis años y cinco hijos, una viuda que había perdido a su marido hacía menos de un año atropellado por una camioneta mientras volvía a su casa de su jornada de changarín, una ex obrera del calzado ducha en suelas y capelladas, una ex empleada de limpieza de Edesur, una habitante de Santa Clara, en la periferia del sur del sur, tenía más fuerza de la que le entraba en el cuerpo. Salía a empujar su carro todos los días con Diego, su hijo mayor de diez años, por la ciudad de Buenos Aires y volvía a su casa todas las tardecitas en el Tren Blanco, los vagones reservados para los cartoneros, que le habían arrancado a la concesionaria de la formación que unía Constitución con el sur del conurbano.
Mónica era callada. Estaba acostumbrada a detectar la mirada de los demás, algunas de miedo otras de desprecio, unas pocas de pena otras de aversión, siempre esquivas. Sin embargo se sorprendió de la solidaridad que comenzó a encontrar en la asamblea. No eran pocos los vecinos que la esperaban cuando volvía de su jornada en la estación de tren y servían como escudo ante los maltratos habituales de La Bonaerense. Supo que a algunos de esos vecinos que vivían en una casa con todos los servicios, con jardín, con familias de vacaciones en el mar, ya no les alcanzaba el dinero. Vivían en un mundo distinto al suyo, a pocas cuadras de distancia pero a cientos de la comodidad y el bienestar. Aun así, unos y otros marchaban en la misma dirección: llevaban en el estómago el vértigo de la caída.
Un día Mónica se animó y pidió la palabra. Pálida, susurró para la asamblea: -Todos fuimos alguien alguna vez, todos queremos volver a serlo-, les dijo.
“En cada estallido, resuena el futuro”, pintaron los vecinos por los muros.