Cuba, la isla imbatida
Por Jorge Montero / El Furgón –
“La revolución cubana que triunfó en 1959 acabó con el capitalismo, pero desde el inicio tuvo que romper con lo que llamaban socialismo. Por eso el Che escribe su diario, en Bolivia, el día 26 de julio:
‘rebelión contra las oligarquías y contra los dogmas revolucionarios’.”
Fernando Martínez Heredia
El triunfo de la Revolución cubana fue un suceso formidable. En medio del occidente capitalista, al pie mismo de Estados Unidos, una pequeña isla, un pequeño país, inauguró los inolvidables años sesenta en enero de 1959. Sus luchas, sus noticias, sus imágenes, conmovieron a América Latina y se expandieron por el mundo. El dirigente máximo del movimiento insurreccional y de la guerra revolucionaria, Fidel Castro, se convirtió en el principal líder de la Revolución, conductor y radicalizador del proceso, educador político, artífice y símbolo de la unidad de los revolucionarios y del pueblo, y uno de los líderes políticos protagonistas de la escena internacional.
Tal vez convenga detenernos un momento en el año 1961, para ilustrar lo que significó la Revolución en cuanto a cambios culturales en una multitud de terrenos, transformaciones inconcebibles hasta aquel momento. Aquel año es famoso y recordado por la campaña de alfabetización y por la batalla de Playa Girón. La primera fue el puente para la multiplicación de los actores vivos en el proceso revolucionario: una enorme masa se apoderó de la palabra escrita y la esgrimió como una conquista social, se transformaron los datos esenciales de la actividad cultural y de comunicación; y una generación de jóvenes tuvo su primera gesta revolucionaria. La segunda fue la puesta en práctica del armamento general del pueblo, preconizado por Marx como requisito indispensable de las revoluciones proletarias. En un combate heroico de sangre y victoria que confirmó la capacidad de defenderse de la Revolución, bautizó al socialismo cubano y legitimó a las Milicias como su principal organización de masas.
También en ese año se hicieron palpables los desgarramientos que implicaba aquel proceso titánico. Sólo entre junio y agosto se marcharon cincuenta y siete mil personas por el aeropuerto de La Habana hacia Estados Unidos, mientras la lucha heroica se expresaba en formas personales y familiares de rechazos y abandonos, o de nuevas razones de uniones más íntimas y fuertes. Entre los avatares cotidianos se construía una nueva comunidad, una familia nueva: la de compañeras y compañeros. Simultáneamente, se plasmaba una nueva unidad nacional que llegó a excluir de la condición de cubano a quienes se marchaban del país, y se emprendía un intento de organización política de la Revolución, fallido en parte, porque pretendió parecerse demasiado a la que regía en el campo socialista de la URSS.
Como planteara el educador, filósofo y político Fernando Martínez Heredia, la cubana fue una revolución socialista de liberación nacional, una revolución que no aparecía entre los infinitos textos de marxismo que llegaban a Cuba en esos años. Ese carácter le fue dado por la praxis consciente y organizada, primero de una minoría combatiente que se ganó el apoyo popular, y a partir del triunfo, de cientos de miles de personas que se concientizaban y organizaban, y de un apoyo popular muy activo y muy decidido. De ese modo, la Revolución rompió una y otra vez los límites de los posible, y creó nuevas realidades. Algo como lo que canta Silvio Rodríguez: “Yo he preferido hablar de cosas imposibles / Porque de lo posible se sabe demasiado”.
Unir la liberación nacional y el socialismo fue un gran logro revolucionario que Cuba le aportó a la cultura del siglo XX, después de décadas de intentos usualmente frustrados, discusiones estériles y conflictos que en muchos casos llegaron a ser trágicos. El concepto de pueblo sirvió parar comprender las luchas de clases y patrióticas que se necesitaban, y la acción del pueblo cubano demostró su justeza sobre el terreno.
El futuro dejó de tener plazos cortos y efímeros para las mayorías, y se convirtió en un proyecto liberador
La revolución liberó al país del poder de la burguesía y del imperialismo estadounidense, mediante el recurso de desatar y multiplicar una y otra vez las fuerzas del pueblo y del poder revolucionario. Implantó la justicia social, sin temor y sin fronteras, y sometió la división de la sociedad entre élites y masas. Mientras se creaban una nueva conciencia y una nueva educación política a una escala y profundidad que no se habían soñado. Cambiando inclusive el sentido de los tiempos: cuando el presente desbordó de una multitud de acontecimientos, el pasado fue requerido para que apoyara la lucha revolucionaria y revisado, y el futuro dejó de tener plazos cortos y efímeros para las mayorías, y se convirtió en un proyecto liberador, trascendente, que exigía, estimulaba y justificaba, digno de la entrega de los que no les alcanzaría la vida para verlo realizado.
Fidel y el Che supieron comprender, actuar y divulgar en ese terreno complejo pero vital, y le abrieron un cauce formidable al radicalismo revolucionario que habían planteado tan tempranamente José Martí y luego Julio Antonio Mella, entre otros. La Revolución tuvo que emprender y llevar a cabo modernizaciones colosales en innumerables aspectos de la vida de las personas, la actuación revolucionaria, las relaciones sociales y las instituciones; primero por perentorios actos de justicia, pero pronto como consecuencia de las mismas expectativas que iba creando en una población que crecía sin cesar en capacidades y necesidades. La plena conciencia de estas necesidades y su expresión pública, caracteriza a la dirección revolucionaria desde el inicio del proceso de transición socialista. Por ejemplo, el Che dijo: “hemos sustituido la lucha viva de las clases por el poder del Estado en nombre del pueblo”.
Había que poner el pensamiento a la altura de los hechos, de los problemas, de los proyectos, porque él debía ser el auxiliar imprescindible y un prefigurador. Sucedió entonces en Cuba una colosal batalla de ideas, que después pareció estar sometida en su mayor parte al olvido y que regresó, en buen momento, para ayudar a comprender bien “de dónde venimos, qué somos y adónde podemos ir”, dicen los cubanos.
Se necesitaba un marxismo creador y abierto, debatidor, que supiera asumir el anticolonialismo más radical, el internacionalismo en vez de la razón de Estado, un verdadero antimperialismo y la transformación sin fronteras de la persona y la sociedad socialista. Nada más alejado de la esclerotizada teoría soviética, reducida a encadenar y empobrecer el pensamiento, imponer autoritarismos y neutralizar voluntades, bloquear iniciativas, crear sospechas y condenar los desacuerdos. “Pensar con cabeza propia”, entonces no era una frase sino una necesidad perentoria para los revolucionarios.
El internacionalismo, gran formador del altruismo y escuela de socialismo, se expandió y llegó a ser de masas.
La etapa de inicio de los años setenta a los noventa, fue sumamente contradictoria. Por una parte, registró grandes avances en la redistribución de la riqueza, el consumo personal y la calidad de vida, con servicios de salud, educación y otros universales y gratuitos, y un gran desarrollo de la seguridad social. El nivel educacional, por ejemplo, experimentó un salto gigantesco, quizás único en el mundo para un intervalo tan corto, y una gran parte de la población tuvo a su alcance grandes oportunidades de ascenso social. Se lograron las mayores producciones azucareras de toda la historia del país, con un nivel alto de mecanización de la cosecha. El internacionalismo, gran formador del altruismo y escuela de socialismo, se expandió y llegó a ser de masas. Pero, por otra parte, Cuba estableció una sujeción económica a la URSS como gran exportadora de azúcar y níquel e importadora de alimentos, petróleo, vehículos y equipos, fórmula que atendía las necesidades del presente pero que cerró las puertas a la autosuficiencia alimentaria y a un desarrollo económico autónomo, a pesar del crecimiento de profesionales, técnicos y trabajadores calificados.
Se produjo una honda burocratización de las instituciones y organizaciones de la Revolución, y la supresión de los debates entre los revolucionarios. La ideología dominante en la URSS fue impuesta como el único y legítimo socialismo, y se copiaron parcialmente instituciones y políticas de aquel país. Como los rasgos esenciales del socialismo cubano se mantuvieron, el resultado fue sumamente contradictorio. El autoritarismo se abatió sobre la dimensión ideológica y los medios de comunicación, sometidos a la censura. El pensamiento social fue dogmatizado y empobrecido.
Aunque pudieron expresarse públicamente criterios revolucionarios diferenciados, no se alentaron los debates que tanto necesitaba la nueva situación.
Desde mediados de los años ochenta, Fidel lanzó una campaña política e ideológica llamada de “rectificación de errores y tendencias negativas”, que trató de cumplir estas tareas, recuperar el proyecto original de la Revolución en las nuevas condiciones y enfrentar a tiempo la fase final, que el Comandante preveía, de la URSS y el llamado campo socialista. Muy pronto se desencadenaron aquellos eventos desastrosos, pero no consiguieron arrastrar consigo a la Revolución cubana, que demostró así su especificidad y sus cualidades. La inteligencia y la firmeza de Fidel y la abnegación y la sabiduría política del pueblo, unidos, impidieron la caída del socialismo cubano. Sin embargo, resultó inevitable la abrumadora crisis económica y de la calidad de vida de los primeros años noventa, que cambió los datos principales de la situación en la isla.
Desde el inicio de la gran crisis la forma de gobierno tuvo que concentrar más el poder, y lo esencial de la política fue la cohesión firme entre ese poder y la mayoría del pueblo, que lo identificaba como el defensor del sistema de justicia social y transición socialista, y de la soberanía nacional. Así fue de hecho, pero sin desatarse una lucha ideológica que enfrentara el desprestigio mundial al que se estaba sometiendo al socialismo –mucho menos en otros países-, y sobre todo reivindicara el socialismo cubano. Y aunque pudieron expresarse públicamente criterios revolucionarios diferenciados, no se alentaron los debates que tanto necesitaba la nueva situación. Porque desde esos primeros años noventa se pusieron en marcha importantes transformaciones de la vida, las relaciones sociales y las conciencias dentro de la sociedad cubana, que han erosionado una buena parte de la manera de vivir que conquistó el socialismo en Cuba, y de los valores que le correspondían.
La ofensiva de Fidel iniciado el siglo XXI, y especialmente su intervención en la Universidad de La Habana, el 17 de noviembre de 2005, pretendió frenar desigualdades y reforzar el socialismo, al tiempo que una drástica advertencia y un nuevo punto de partida. “Este país puede autodestruirse por sí mismo; esta Revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla hoy son ellos; nosotros sí, nosotros podemos destruirla, y seria culpa nuestra”. Las palabras del Comandante son categóricas y resuenan como martillazos. “Debemos estar decididos: o derrotamos todas estas desviaciones y hacemos más fuerte la Revolución destruyendo las ilusiones que le puedan quedar al imperio; o vencemos radicalmente esos problemas o moriremos”. No se oculta el diagnóstico: se trabaja y se profundiza. Hay ineficiencia, hay descontrol administrativo, hay robo y despilfarro, hay corrupción, hay desvío de recursos, hay malestar y desigualdades, hay despolitización y conservatismo. Si hubo un gesto que borró dudas sobre la disposición del gobierno por atacar de raíz estos problemas, fue el de Fidel al elegir pasar la noche de ese 31 de diciembre en una gasolinera, símbolo del despilfarro de los recursos más sensibles de la economía cubana.
Aún tras estas advertencias, la magnitud del texto que no es otra cosa que una caracterización del presente y un programa de acción para el futuro. En primer lugar, el punto de inicio destaca la importancia de lo conseguido hasta ahora a partir de la convicción nacional de defensa de las conquistas. Fidel señala: “Son las ideas las que nos unen, son las ideas las que nos hacen un pueblo combatiente, son las ideas las que nos hacen, ya no solamente individualmente, sino colectivamente, revolucionarios; y es entonces cuando se une la fuerza de todos, cuando un pueblo no puede ser jamás vencido”.
Pues bien, es en el terreno de las ideas donde Cuba establece sus desafíos y donde marca la línea de combate frente a los problemas del presente. Es a partir de este compromiso colectivo, cimentado en décadas de resistencia, que es posible retomar la discusión abierta de los errores y corregir los defectos. Si las ideas han sido el campo de batalla, donde la Revolución ha conseguido su victoria más importante, es en las ideas donde se definirá su estrategia. “Entre los muchos errores que hemos cometido todos, el más importante error fue creer que alguien sabía de socialismo, o que alguien sabía cómo se construye el socialismo (…) Hubo quienes creyeron que con métodos capitalistas iban a construir el socialismo. Es uno de los grandes errores históricos”, define Fidel.
Este punto establece el paradigma de la Revolución cubana como experiencia inédita dentro de la historia del socialismo mundial. No hay ahora modelos a los cuales imitar, ni siquiera teóricamente. No existen hoy caminos recorridos a los cuales consultar, aunque más no sea para evitar viejos errores. Después de subsistir al derrumbe del llamado campo socialista europeo, única referencia internacional del socialismo como sistema político hasta entonces; Cuba ha estado enfrentándose otra vez al desafío de la excepción – “sin ser un caso excepcional” como apuntara el Che- y la soledad, a la incertidumbre de contar sólo con sus propias herramientas teóricas. Los ojos del mundo, otra vez, están mirando hacia la isla para ver cómo resuelve los nuevos obstáculos que se le presentan. Tener conciencia política del momento histórico en que se vive y lo que se juega en él.
“¿Es que las revoluciones están llamadas a derrumbarse, o es que los hombres pueden hacer que las revoluciones se derrumben? ¿Pueden o no impedir los hombres, puede o no impedir la sociedad que las revoluciones se derrumben? Podría añadirles una pregunta de inmediato: ¿creen ustedes que este proceso revolucionario, socialista, puede o no derrumbarse? ¿Lo han pensado alguna vez? ¡Lo han pensado en profundidad?”. En estas preguntas quedan planteados los riesgos del camino. “¿Cuáles serían las ideas o el grado de conciencia que harían imposible la reversión de un proceso revolucionario?” se pregunta Fidel, sin eludir la dureza del planteo y dejando la respuesta en manos del pueblo cubano para los próximos años.
La ausencia de Fidel sí representa un desafío de enorme magnitud para los dirigentes que han asumido posiciones de mayor responsabilidad
Luego, la obsesión por la salud de Fidel Castro ha sido una constante. Una y otra vez, el debate sobre el futuro de la Revolución parecía limitado a la proximidad de la muerte de su líder. El tema también generó incertidumbre entre los simpatizantes de la Revolución en el mundo, que observaban con temor los tiempos que vendrían cuando el Comandante ya no estuviera a cargo. El mismo Fidel se refirió irónicamente al futuro escenario de su muerte: “Ellos están esperando un fenómeno natural y absolutamente lógico, que es el fallecimiento de alguien. En este caso, me han hecho el considerable honor de pensar en mí (…) Tenemos medidas tomadas y medidas previstas para que no haya sorpresas, y nuestro pueblo debe saber con exactitud qué hacer en cada caso”. Y otra vez no se equivocó.
De todos modos, la ausencia de Fidel sí representa un desafío de enorme magnitud para los dirigentes que han asumido posiciones de mayor responsabilidad, y para el pueblo en general, que ha perdido a su máximo interlocutor. En momentos en que se multiplica el inmutable asedio imperialista, se concretó en Cuba la potencial oportunidad de convertir la enorme pérdida humana en una nueva herramienta simbólica para la Revolución, en un caso sólo comparable con los de José Martí y Ernesto Che Guevara, nombres que en la isla han ganado una influencia política cada vez mayor con el paso de los años. Y Fidel Castro continúa siendo una de las fortalezas inquebrantables de la Revolución cubana, después de muerto.
El intelectual Jesús Arboleya tal vez sea quien mejor definió el porqué de la ‘isla imbatida’: “Si todos los humanos se convencieran de que Cuba debe regresar al capitalismo, todavía faltaría lo más importante: convencer a los cubanos. Y eso, lo predigo, será mucho más difícil”.