De Pedro, Cabandié y Donda en el gabinete nacional: La memoria de treinta mil
Por Julián Scher/El Furgón –
Los que aún quedan vivos se arrepienten.
Lo comentan entre ellos: “Tendríamos que haberlos matado a todos”.
Escuchan esos tres nombres, mascullan esos tres apellidos y sufren. Wado de Pedro. Jamás creyeron que la historia les iba a deparar en la vejez semejante estocada. Victoria Donda. ¿Cómo no se aseguraron de que la descendencia no volviera a la carga? Juan Cabandié. La certeza de haber enterrado al enemigo se desvanece ante el anuncio de un gabinete que tiene lo que hasta ahora no había tenido ningún gabinete en la Argentina: tres hijes de desaparecidos entre las 36 personas elegidas por Alberto Fernández para ocupar los principales puestos de gobierno. Los represores miran, leen y putean.
Victoria Donda Pérez nació entre julio y agosto de 1977 en la ex Escuela Mecánica de la Armada (ESMA). A Juan Cabandié lo parió Alicia Alfonsín, su mamá, en marzo de 1978 en el símbolo de los centros clandestinos de detención de este país. Ambos fueron víctimas del plan sistemático de robo de bebes ejecutado por la última dictadura. Ambos recuperaron su identidad gracias al inmenso trabajo de Abuelas de Plaza de Mayo. Ella, que estará al frente del INADI, es la nieta número 78; él, a cargo del Ministerio de Medio Ambiente, el nieto número 77. Los dos reaparecieron. Todavía quedan más de 300 por aparecer. El silencio de los perpetradores impide saber toda la verdad. “En este lugar le robaron la vida a mi mamá, ella aún está desaparecida. En este lugar idearon un plan macabro de robo de bebés. Acá hubo personas que se creyeron impunes jugando conmigo y sacándome la identidad durante 25 años”, escribió y leyó Cabandié, el 24 de marzo de 2004, cuando la hasta entonces ESMA se transformó en un espacio de memoria. De Pedro, nacido el 11 de noviembre de 1976, tenía dos años cuando secuestraron a Lucila Révora, su mamá. Su papá, Enrique de Pedro, ya había sido asesinado el 21 de abril de 1977. Sólo la tenacidad de su familia materna para buscarlo evitó que creciera desconociendo quiénes eran sus progenitores.
No fue ni por azar ni por sorteo. El genocidio desplegado desde mediados de los setenta tuvo un objetivo claro: destruir las relaciones sociales basadas en la autonomía y en la solidaridad para refundar la Argentina a partir de los valores antagónicos a los que intentó borrar del mapa. Para eso, entre múltiples plataformas de terror desplegadas a lo largo y a lo ancho del territorio nacional, aniquiló a una fracción relevante de la sociedad en función del peligro que esa fracción presuntamente implicaba para el orden social que el proyecto genocida pretendía implantar. En otras palabras: un plan sistemático de exterminio. Las madres y los padres de de Pedro, de Donda y de Cabandié integraban el sector al que se trató de eliminar para asegurar que nadie más militara por mundos justos. Y eso son les 30.000.
Los que aún quedan vivos festejaron de más –y antes del silbato final– el lamentable fallo de la Corte Suprema de mayo de 2017 que pretendió beneficiar a los represores condenados. Se ilusionaron de más con las declaraciones negacionistas de Claudio Avruj, de Darío Lopérfido y de Juan José Gómez Centurión, tres funcionarios del gobierno saliente que no tuvieron pudor en cuestionar abiertamente las políticas de memoria, verdad y justicia. Y se regocijaron de más con la entrevista a BuzzFeed en la que Mauricio Macri llamó “guerra sucia” a la última dictadura. O sea: creyeron que se venía un tiempo en el que el pasado reciente de la Argentina iba a ser definitivamente interpretado para justificar la impunidad de ayer y el hambre y las balas de hoy.
De Pedro, Donda y Cabandié no tienen trayectorias políticas idénticas, confluyeron detrás de la figura de Fernández y representan a quienes el genocidio marcó a sangre y fuego desde la mismísima estadía en el útero materno. Sus arribos simultáneos a la primera órbita del Poder Ejecutivo invitan a pensar en la advertencia lanzada por el ex presidente uruguayo Pepe Mujica: “Ni ninguna victoria es definitiva ni ninguna derrota es definitiva”. La frase puede leerse de atrás para adelante y de adelante para atrás. El sociólogo Daniel Feierstein, lúcido para argumentar que la batalla de sentido incluye pero excede el posicionamiento que, en cualquier época, baja desde la Casa Rosada, sugiere ir más allá de las consignas y repensar críticamente algunos de los caminos emprendidos para defender lo que jamás podrá dejar de defenderse: “La apropiación partidaria de muchos de estos procesos históricos abrió la puerta para que emergieran nuevamente las lógicas binarias. La ajenización del conflicto social en la insistencia por la necesidad de una memoria completa, que en verdad busca igualar lo incomparable (la insurgencia y el genocidio) homologándolas bajo el abstracto e indefinido término de violencia”.
Los que aún quedan vivos además tienen miedo. Los juicios y las celdas. Las causas que pueden acelerarse. Los discursos que nunca se fueron pero que quizás ganen impulso. La sensación de derrota que los invade nuevamente. Y esa frase que mascullan: “Los tendríamos que haber matado a todos”. Y esa canción que les anuncia el mismo destino que a los nazis. ¿Será posible? Son tres nombres. O 30.000. O también esa mueca de la historia. Que no dura para siempre. Pero que es. Suficiente para que los señores de la muerte estén temblando otra vez.