Nagasaki. Una luz cegadora
“…muchos clamaban a los dioses, pero la mayoría estaban convencidos
de que ya no había dioses. Y que esa era la última noche del mundo”.
Plinio el Joven, testigo de la erupción del Vesubio que sepultó Pompeya.
Por Jorge Montero/El Furgón –
Un rumor incesante de botas delata que algo muy grave ha vuelto a ocurrir. Yosuke Yamahata espera acompañado por el pintor Eiji Yamada y el escritor Jun Higashi, en el vestíbulo del cuartel general de Hakata. De vez en cuando algunos oficiales pasan por delante del banco en el que están sentados Sus ojos de fotógrafo advierten que la dureza en los rostros de los militares no es la de siempre, que se ha colado una fisura. En sus gestos, siempre tan adustos, algo imperceptible se ha apagado.
Después de haber sido testigo de las numerosas masacres cometidas por el ejército japonés en China, de haber actuado como fotógrafo oficial del emperador y de documentar victorias e invasiones varias con un único fin propagandístico, el fotógrafo Yosuke Yamahata recuerda ahora las palabras del ingeniero con el que se cruzó cuatro días antes en la estación de Hiroshima, justo en vísperas del bombardeo: “Los americanos todavía no nos han pasado factura por lo de Pearl Harbor. No olvide señor Yamahata. Le aplastamos el orgullo, fuimos a su casa a sembrar el miedo sin avisar. No espere que intenten restituir su honor con ataques convencionales como los que estamos reviviendo. No se conformarán con eso. El verdadero infierno aún está por llegar. Créame”.
Se pregunta si estará vivo. Le había dicho que llevaba tres meses en Hiroshima trabajando como proyectista en Mitsubishi y que en dos días regresaba a su casa, que estaba deseando encontrarse con su familia. La explosión debió atraparlo estando todavía allí, descontando las horas para marcharse.
Yamahata retorna al presente al escuchar una puerta que se abre a su izquierda. Por ella aparece el teniente coronel Takayama, el militar que los ha convocado de urgencia. Cuando les habla, su voz cavernosa da los funestos detalles: “El enemigo ha vuelto a golpearnos con su nuevo tipo de bomba. Ahora en Nagasaki. Vayan para allí hoy mismo y recaben toda la información posible”.
Un temblor recorre el cuerpo de Yosuke Yamahata y su memoria rescata la imagen del ingeniero de Mitsubishi estrechándole la mano en el andén de la estación al despedirse: “Señor Yamahata, le invito a mi casa cuando quiera. Ya verá como Nagasaki es una ciudad preciosa”.
Son las tres de la madrugada. Yosuke contempla el cielo estrellado y se deja envolver por la brisa fresca que sopla a esas horas. Acaban de llegar a la estación de Michino-o después de doce horas de viaje y caminan hacia Nagasaki por el sendero que bordea la montaña.El único centinela que encuentran les avisa que la ciudad está devastada. A medida que avanzan, el aire se vuelve más caliente y espeso. En medio de la oscuridad, sus pies se topan con los primeros signos de la tragedia: un sinfín de cuerpos inertes ocupan buena parte del camino por el que transitan. Y al cabo de un kilómetro se encuentran la primera escena que arrasa el alma de los tres hombres hacia una desolación indefinible: una mujer que tiene las piernas destrozadas y acuna a su bebé recostada en la pared de un puente les pide ayuda con la voz deshecha. “Traigan un médico para mi niño”. Pero el bebé está muerto.
A las puertas de la ciudad, los tres hombres comprueban, ayudados por la luz que despiden multitud de pequeños incendios, que cualquier signo de civilización se ha visto reducido a ceniza y escombros: no hay calles, no hay aceras, no hay plazas, no hay nada. Solo ruina. Y un silencio calcinado. Calcinado y aterrador. Apenas si hay gemidos de dolor, como si la bomba también hubiera arrasado las voces de los supervivientes. Aún quedan varias horas para el amanecer.
El sol se desploma sobre Nagasaki desde muy temprano. Yosuke Yamahata, Leica en mano, empieza el registro de horrores. “Me preocupaba descubrir la manera en que uno podría sobrevivir en medio de esa tragedia. Era en verdad el infierno en la tierra. Aquellos que apenas pudieron sobrevivir la intensa radiación -con los ojos quemados y la piel calcinada y ulcerada- deambulaban apoyándose en palos para poder sostenerse esperando que alguien los ayudara. Ni una sola nube amortiguaba los rayos del sol de ese día de agosto brillando inmisericorde en ese segundo día después del estallido”.
Sus instantáneas deben servir para la propaganda militar como aguijón en la lucha contra el enemigo. Esas órdenes lleva. Pero a él le preocupa otra cosa. Le preocupa que su cámara sea más que nunca una extensión de su cuerpo, que sus fotografías transmitan todo el dolor que se cuela por sus ojos ante la realidad que tiene enfrente. Cree que el mundo debe conocer la magnitud de aquella atrocidad a través de su cámara. Y a cada paso encuentra escenas que golpean directamente los tuétanos de su humanidad:siluetas de personas impresas en las paredes al ser pulverizadas por la explosión, cuerpos de niños convertidos en despojos carbonizadas, supervivientes con la piel hecha jirones, mezcla de sangre y hollín, o con las pupilas arrasadas, transformadas en un ámbar ciego.
En una sola jornada, había completado el único registro fotográfico, del día después del bombardeo atómico. El dantesco escenario estaba grabado, aunque de manera efímera, en las mentes de esos tres hombres, pero las películas contenían las imágenes imborrables de la tragedia humana, de ayer 9 de agosto.
Eran las 11.02 horas cuando el bombardero estadounidense B-29 “Bockscar”, arrojó sobre Nagasaki la bomba bautizada “FatMan” con núcleo de plutonio. A 503 metros de altitud explotó en una bola de fuego infernal; en microsegundos, el aire hirvió a decenas de millones de grados centígrados. Abajo, todo se calcinó, se desintegró, se vaporizó. Tras la explosión, la onda de choque a unos treinta mil grados centígrados avanzó a velocidades escalofriantes devorando absolutamente todo. Vino entonces la segunda esfera de fuego a reforzar la primera, y se extendió por kilómetros… Luego, en la hirviente atmósfera de devastación, hubo un perfecto silencio que el viento interrumpió con la lluvia de ceniza humana de cuarenta mil cuerpos. Los primeros muertos de Nagasaki.
Al conocer los resultados de su hazaña, el presidente Harry S. Truman afirmó en mensaje radial: “La bomba fue un regalo de Dios… damos gracias a Dios porque haya llegado a nuestras manos en lugar de a las de nuestros enemigos. Que Él nos guíe para utilizarla de acuerdo con su voluntad”.
Yosuke Yamahata conoce su oficio. Sabe que no puede dejar pasar una fotografía como esa. La imagen ya está hecha. Sólo hay que retratarla. Lo dice todo. Es la única imagen aceptable del desastre. De hecho, será la más célebre. El aire melancólico y casi extraviado de la joven, su mirada vacía, expresan un dolor sin límites, inmenso hasta abrazar todo el desamparo que el universo pueda contener. Pero el gesto inmemorial de dar el pecho, el abandono confiado del niño entre sus brazos, la incomprensible impresión de fuerza que se desprende de dos cuerpos tiernamente aferrados el uno al otro, su íntegra y singular belleza, expresan por encima de todo, y con mayor intensidad todavía, el deseo obstinado de vivir. Aun cuando en pocos días todas sus fuerzas lo abandonen irremediablemente y el hijo acabe consumiéndose.
Camina de un lado a otro, sobrecogido y perplejo, con la sensación de que, por cada fotografía que saca, otras imágenes espeluznantes se disolverán en la nada. Llega a un puesto improvisado de atención a heridos. Pasea entre ellos fotografiando a unos y a otros, hasta que alguien, de repente, tira de su mochila. Al volverse, y tras unos segundos de titubeo, sus ojos no acaban de asimilar lo que ven. Desde el suelo, con medio cuerpo lleno de vendas chamuscadas y el otro medio lleno de quemaduras, una voz débil y conocida remueve el alma del fotógrafo: “Se lo dije, señor Yamahata. Le dije que el verdadero infierno aún estaba por llegar”.