Neologistas sin diploma
César González*/El Furgón – Los dialectos, la jerga, lo que algunos llaman el lunfardo, lo que en las barriadas populares se denominan berretines, son un acto milagroso contra el dominio de todas las expresiones estéticas que abarca el capitalismo. El hecho de que aún subsistan lenguas y códigos discursivos propios y espontáneos entre las distintas tribus subterráneas de la sociedad, es una victoria, porque si hay algo que quiere el capitalismo es la homogeneidad expresiva. Pero es sólo una victoria entre la multitud de batallas. La guerra semiótica es permanente. En todo espacio de la vida existen los “Equipamientos colectivos capitalísticos” (Félix Guattari) que cuentan con toda la estructura educativa a su servicio para tratar de barrer toda palabra que sea ajena a la esencia de lo enciclopédico. El lenguaje también está normativizado. Por lo tanto también puede ser ruptura.
En la excusa de que se busca que los pibes (sobre todo los nacidos en ámbitos de pobreza) “hablen bien” en realidad se esconde una forma de represión que nada tiene de abstracta. En la escuela nos dirán que ese tipo de palabras son un síntoma de un sujeto que no respeta las normas y los códigos de convivencia. Si se pretenden eliminar esos vocabularios autóctonos es porque son palabras que se las considera improductivas para la maquinaría de signos oficiales. Pero hablar de improductividad de los dialectos es una falacia. Se necesita de su existencia. Son una reserva para representar las fantasías que los supuestos normales tienen sobre los otros, sobre los diferentes. Se los utiliza como inspiración de chistes en todo el repertorio de imágenes de la vida social. El dialecto en las series de televisión y el cine genera risas despectivas y humillantes más que irónicas. La clase media se deleita jugando a hablar con ese dialecto extraño que brota de las villas y las cárceles. Como así también se ridiculiza el acento de las personas que viven en provincias que no son Buenos Aires. No hay una reflexión profunda sobre los orígenes y las posibilidades de las palabras marginadas. A lo sumo se mencionan las letras del tango, de un siglo atrás, que los pibes de hoy desconocen. Letras de una época donde la población marginal en su mayoría vivía en otros espacios. No existían la cantidad de villas, asentamientos y cárceles de hoy en día. Tampoco eran similares las formas de relacionarse, los estilos, las formas de violencia. El lunfardo contemporáneo aparece en la cultura solo barnizado de estereotipos. Es más cómodo evocar al pasado milonguero, que aceptar la falta de tacto para acariciar las novedades contemporáneas. Como un mecanismo de defensa se ridiculiza algo que desborda de originalidad. “Esos pibes hablan así porque no son como yo. Entonces puedo reírme de cómo hablan. Me respalda mi clase, que es la dueña del saber, por ende, de las palabras y en consecuencia es la que garantiza y preserva el hablar-bien”.
Pero un villero o un “convicto” resplandecen cuando se expresan en su verdadera lengua, sin avergonzarse, sin pedir permiso, sin arrodillarse ante nadie, sin agradecer entre lágrimas las migajas epistemológicas que les arrojen.
Esa jerga propia es el único capital cultural y simbólico (entendiendo estos conceptos como Pierre Bourdieu) con el que cuentan los pibes de las villas, los que están en la cárcel, los que viven en el campo, la minoría representativa cualquiera que aún preserve y actualice su dialecto. Este, muchas veces, es la única posibilidad que tendrán de realizarse subjetivamente. Al no tener el dinero suficiente para poder estudiar alguna disciplina artística, les queda como consuelo y redención su lengua. Es en ese plano donde desarrollan un talento mágico, empleando palabras llenas de música, que se bailan mientras se dicen. Saben transformar en sinfonía a la frase más vulgar. Pero el ingenio no se agota en lo expresado que creó otro; además de ser técnicos con la palabra son inventores. La creación de nuevos términos es una necesidad, casi una obligación. Lo que era una frase de moda rápidamente pasa a quedar vieja. Los pibes compiten por ser el más moderno entre los neologistas.
Wikipedia define el significado de Neologismo, como “palabra o expresión de nueva creación en una lengua” y continúa dando un ejemplo “Los neologismos pueden surgir por composición o derivación, como préstamo de otras lenguas o por pura invención, el lenguaje científico y técnico utiliza gran cantidad de neologismos”. Es interesante observar como la versión oficial del concepto está llena de política, cuando aclara que la capacidad neologista suele ser una virtud en los miembros de la ciencia. A partir de esa justificación es que se considera a alguien de la villa incapaz de poder crear un neologismo. Porque un villero, así no lo sea, será tratado como analfabeto. En esta tiranía de las “buenas palabras” ejercida sobre las malas palabras, casi no existe distinción partidaria, aparece más allá de los apetitos ideológicos. Inclusive aquellos que se identifican con las banderas progresistas pueden terminar actuando como reclutas de los diccionarios. Al ser ellos efectivamente los que están más presentes en los barrios de clase baja, en villas miseria y cárceles, a veces inconscientemente terminan siendo la mano de obra que ejecuta la masacre de tanta poesía. En el “tratamiento” que hacen con los pibes no pueden evitar generar interferencia en el canal donde el dialecto fluye. Interrumpen cada vez que los pibes manifiestan sus neologismos. Como ofendidos de no ser parte de ese mundo, despechados por no hablar esa lengua, se comportan como policías de la gramática. Comportamientos autoritarios en aquellos que combaten a la policía en todas las marchas y en todas sus expresiones. Doy un ejemplo preciso: el barrio donde vivo oficialmente se llama Barrio Carlos Gardel, pero todo el mundo que vive acá le dice La Gardel, el pronombre es en femenino porque somos una villa miseria, tal es el nombre oficial usado para denominar a estos territorios con características de segregación socio-económicas precisas.
Cuando existen gobiernos con una concepción intervencionista del Estado comienzan a arribar a estos espacios de vulnerabilidad social diferentes programas de contención y de distribución de derechos. Cuando gobierna una derecha colonial cómo la de hoy en día, esos programas se desmantelan. Aun así y frente a ese panorama es importante preguntarse ¿Qué sucede cuando los agentes del Estado llegan a una villa miseria y escuchan esa estética del habla tan particular? Lo políticamente correcto, es considerar a estos programas como un bien en sí mismo, pero en estos tipos de proyectos estatales abunda una verticalidad alevosa hacia los habitantes-asistidos. Ante el agente estatal el habitante bloquea su devenir-lingüístico en lo inmediato. Estos agentes piden que no se llame más a la villa “La Gardel” sino “Barrio Carlos Gardel”. Según ellos mantener la idea de villa en el nombre es “estigmatizante”. Ahora bien, ¿No resultaría lo más “democrático” que se deje llamar a las cosas por el nombre que decida la gente que vive allí? ¿Por qué imponer enunciados según el juicio del agente del Estado-Saber? Y además ¿Por qué el pibe de la villa no tiene el mismo derecho a rebautizar el barrio donde vive que quien dice estar ayudándolo?
El educador no dice: “Yo te obligo a que llamés a tu barrio como quiero yo y vos le ponés el nombre que quieras al barrio donde vivo yo”. Propone ejercicios democráticos tales como asambleas, debates en círculo donde esas radiantes palabras de la jerga no tienen cabida. Tampoco se las usa como una estrategia para ganar confianza en la relación. No, se las menosprecia y subestima. El agente estatal da las órdenes, y el habitante-asistido debe obedecer o puede perder o ver suspendido algún beneficio esencial para su supervivencia material, como una beca, un subsidio, etc. Los agentes estatales llegan a gozar de este juego, disfrutan sentirse con el poder de otorgar o quitar derechos.
Los docentes en vez de aplicar sus criterios de enseñanza teniendo en cuenta las configuraciones culturales propias de cada segmento social, en vez de mezclar la pedagogía con la forma de hablar-ser (se habla como se vive) de las nuevas generaciones, aplican metodologías atravesadas por el rigor disciplinario, incapaces habitualmente de elevar, estimular o intensificar la potencia creativa.
“La escuela ha tomado el relevo del ejército y la iglesia” dijo Guattari. Es en todo ámbito educativo (privado o público) en donde se materializa la moral del lenguaje. En esa rutina binaria donde se impone el mito de que hay un hablar bien y un hablar mal se garantiza que los que hablan bien tengan más chances de pertenecer dignamente al sistema y sumergirse en alguna de sus infinitas ramificaciones que los que hablan mal, y está determinado que los que hablan mal cumplan las tareas laborales más pesadas o sirvan como reservas de la burla social.
El pibe, ante el constante bombardeo, suele rendirse. Se avergüenza de su habla. Nunca estará orgulloso de las palabras que inventó, piensa que fueron solo un pasatiempo en un momento especifico. Qué él y sus palabras nuevas son insignificantes. Por eso las abandona y en muchos casos el mismo comienza a burlarse de los que hablan diferente. Es allí donde comienza el milagro, porque la jerga sigue existiendo igual, como ignorando toda la maquinaria que la acorrala y pretende aniquilar. Mientras más la persiguen más se renueva. El rostro de esa jerga es siempre juvenil, elude en zancos los puntos de control de cada época y su hablar correcto. En la calle, en las cárceles, los neologismos son símbolos dinámicos de pertenencia, están siempre en devenir. Son la contraseña para ingresar al mundo de los adolescentes. Aunque la comunicación a través de la jerga dure solo un rato de la vida y luego surja la vergüenza, será siempre un recuerdo especial, un monumento que perturbará la memoria.
A la cárcel algún preso le puso “tumba”, hoy le dicen “La Cajita”. Rápido se dice “a las chapas”. “Hace la isa” ese estar atento a que no venga nadie. Te hicieron “la Ika”, es cuando caíste en alguna trampa. “Ruchi” es alguien falso, traidor. “La herramienta” es un arma o una faca. La lista es inmensa. Los supuestos monstruos o cuasi-simios de la sociedad tuvieron que poner a funcionar altas cantidades de neuronas para fundar o reemplazar el uso de ciertos términos por otros, pero son poetas inseguros de su poder. Por eso el que viene a educarlos hace que memoricen los símbolos de su clase, pequeño burguesa y desprecie los de la suya, sub-proletaria. A este inmenso inventario de palabras raras no se lo toma en serio, sino todo lo contrario. Se lo ridiculiza obscenamente, algo que exhibe un testimonio directo en las aberrantes representaciones actorales en el cine y la tv a la hora de intentar retratar estos universos marginales de donde nacen estos dialectos. Se fuerzan las muecas, se homogenizan personalidades más que heterogéneas. Como si hubiera un modelo universal de villeros y convictos.
Pero los dialectos seguirán resistiendo, son una reacción natural ante el capitalismo y sus dispositivos ideológicos. Una consecuencia inesperada de la ausencia estructural de las herramientas del arte y el pensamiento entre las clases populares. Allí donde la idea es arrojar a millones en la ignorancia y la brutalidad, nacen otros saberes y por añadidura, dialectos. Los “exploradores de las ciencias sociales” mientras se mantengan en una postura soberbia y arrogante, regocijados en corregir los errores ortográficos, serán privados de acceder a los detalles y secretos mágicos del mundo de los símbolos que adornan la precariedad de una villa o el hacinamiento de una cárcel. Deben cuidarse de no quedar ellos ante sus otros como los ignorantes. Y cabe preguntarse dónde hay más virtuosismo, si en esos que aún siendo analfabetos y a veces hasta sin haber leído un libro en toda su vida, desarrollan el don de inventar, de decir de otra manera lo que parecía inmutable y eterno, o en aquellos privilegiados que terminarán en tiempo y forma todos los niveles obligatorios de Educación (Primaria-Secundaria-Universidad) y se sienten con la autoridad divina de ser Los Maestros.
Es más fácil hablar y escribir bien, cuando las condiciones materiales por herencia fueron por lo menos favorables. Otra cosa distinta es mantener la llama neologista tras haber nacido y crecido en un aislamiento de libros y de arte en general. Es más subversivo mantener el dialecto cuando las herramientas de expresión heredadas son escasas o nulas, cuando se vive en un contexto donde todos tus vecinos luchan por conservar el complejo de inferioridad (diría Franz Fanon) frente a toda figura de Saber. En esa situación el dialecto es un acontecimiento político-filosófico, porque se crea un instrumento de comunicación que tiene reglas propias, no impuestas, no normalizadores sino estimuladoras de la anormalidad. Brota la belleza y la poesía allí donde los ojos de la sociedad se espantan ante la fealdad y tapan sus oídos al escuchar lo desconocido.
*César González, también conocido como Camilo Blajaquis, es cineasta, escritor y columnista de Sudestada / Artículo publicado en Revista Sudestada N° 150, Noviembre-Diciembre de 2017