El neoliberalismo de Cambiemos frente a la resistencia en las calles
Santiago Brunetto/El Furgón – En los últimos meses se ha profundizado la escalada represiva impulsada por el gobierno de Cambiemos. Desde la intervención policial en el comedor “Cartoneritos” de Villa Caraza, ejecutada a finales de marzo, hasta hoy, los hechos se fueron acumulando. La represión en Panamericana a las agrupaciones de izquierda el día del paro pasivo de la CGT, la amenaza de desalojo a la fuerza en AGR-Clarín, la violencia contra los movimientos sociales tanto en Puente Pueyrredon como en la avenida 9 de Julio fueron cimentando las condiciones de posibilidad del estallido en la planta de Pepsico. Para darle un por qué a esta situación, nosotros, las gentes de izquierda, disponemos de un rápido latiguillo: “Este modelo no cierra sin represión”. Es cierto, pero ¿qué queremos decir exactamente cuándo repetimos esto una y otra vez? ¿No fue tan sólo hace dos décadas cuando un modelo por lo demás similar a este (su matriz) “cerró sin represión”?
No fue sino hasta iniciada la década de 2000, hasta que Carlos Menem ya no estuvo más, hasta que el cierre de fábricas y las privatizaciones de empresas nacionales, el endeudamiento externo y la entrega del país al capital financiero transnacional, llevaron a la clase obrera al extremo de la miseria y al extremo, también, de su fragmentación interna; no fue sino hasta ese punto que las clases populares, atomizadas y desorganizadas, salieron a las calles porque no quedaba otra y, entonces sí, el modelo tuvo que recurrir a la represión -sin éxito claro- por el estado calamitoso de desintegración estatal y por la siempre potente política de la clase obrera que se mantiene, aún en el peor de sus tiempos.
Pero en el medio, las privatizaciones, la reforma laboral, la flexibilización / precarización, el desmantelamiento de la seguridad social y la formación de las AFJP, y demás etcéteras, pasaron y cerraron sin represión. Cerraron tanto que aún estamos pagando, tanto en Washington como en París, deudas que quizás ni recordamos. Ante todo esto cabe preguntarse sobre las causas de la actual coyuntura represiva. Cuando decimos que “este modelo no cierra sin represión” debemos preguntarnos por las razones que llevan a que, a menos de dos años de su asunción, Mauricio Macri tenga que recurrir a las fuerzas del orden con tanta regularidad. Y esto nos llevará a pensar, inevitable e históricamente, el rol del Estado como instrumento represivo de clase.
En su libro de 1979 ¿Lucha de clases sin clases? el historiador marxista de la cultura obrera inglesa, y referente fundacional de los Estudios Culturales de la Escuela de Birmingham, E.P. Thompson, desarrolló un detallado estudio sobre la relación política entre el sector de la Gentry (terrateniente) y el de la Plebe en el siglo XVIII inglés, etapa de acumulación primitiva del capital, para defender su modo de concebir al concepto de clase como operativamente activo en el análisis de la historia, ante los ataques del conservador posmodernismo en desarrollo, de un lado, y la burda utilización del concepto por parte de la remanencia determinista del marxismo de los últimos años soviéticos. La idea que Thompson se proponía defender era la de que no hay tal “las” clases que existan previamente a la lucha de clases sino que, por el contrario, las clases se construyen dialécticamente “en” la lucha de clases.
Eso descubre en la relación Gentry – Plebe: antes que “las clases” se cristalicen como tales, antes de la conformación proletaria y burguesa, antes, y esto es lo más importante, que las clases sean “conscientes de sí”, la lucha de clases ya existía. ¿Y qué lugar ocupaba el Estado en esta relación? Según lo que explica Thompson, la mayoría de los estudios históricos realizados acerca de aquella época explicitan la idea de que la relación entre Gentry – Plebe era una relación puramente paternalista donde la clase dominante ejercía directamente el rol estatal. Según estos estudios, no solo la Gentry se ocupaba, a través de la figura paraestatal del terrateniente, de garantizar las condiciones básicas de vida de la Plebe para asegurar la producción sino que esta última, además, se rendía ante este paternalismo de modo más que pasivo. Thompson se ocupa entonces de desestructurar esta idea y en su estudio descubre que las características de la relación entre Gentry y Plebe, y del rol del Estado en ella, contrariaban profundamente a la explicación paternalista. En primer lugar, va a mostrar que de ninguna manera la Gentry ejercía directamente el rol estatal, sino que, más bien, requería, en los albores del liberalismo, de un Estado extremadamente blando políticamente que le permitiera gestionar influencias en su interior para legislar a su favor las políticas económicas que permitieran aquella acumulación primitiva de capital. Thompson define a aquel Estado como “parasitario”, “cargado al lomo de la Gentry”, un Estado absolutamente blando y corruptible políticamente, pero fuerte y decidido económicamente para generar las estructuras de la acumulación.
Tenemos un Estado entonces que es manejado por la Gentry pero de manera externa, un Estado del que no puede hacerse cargo. ¿Por qué no puede hacerse cargo de él? Porque prefiere mantenerse oculta, sí, pero ¿oculta ante quién? Aquí entra a jugar políticamente la Plebe. Uno de los ejemplos que utiliza Thompson para ilustrar la actividad de esta clase es el de las “revueltas”, de las “multitudes en las calles” generadas ante cada intento de la clase terrateniente de instaurarse directamente en el poder estatal. Thompson asegura que de ninguna manera la Gentry se sentía cómoda manejando al Estado como un títere, asegura que hubiera preferido tomar el Estado directamente y muestra varios ejemplos de sus intentos concretos ¿Qué lo impedía? La multitud de la Plebe. ¿Esta última era una clase revolucionaria? Para nada, era más bien conservadora, su único objetivo era mantener sus condiciones de vida tal cual estaban dadas y para esto sabía que debía impedir que la Gentry se hiciera con el poder estatal, pues con un Estado blando políticamente, como el que existía, podía mantener su relativa independencia en los modos de producción, en sus formas de vida, en sus costumbres, prácticas, etc. Lo particular de esta época, entonces, de esta primitiva época de la lucha de clases, es que, más allá de la violencia normal de las revueltas, no se puede hablar de una coyuntura represiva aplicada por el aparato estatal. Tenemos más bien una coyuntura de construcción hegemónica donde existe una negociación, siempre estructurada en dominación, entre los distintos intereses de las clases. La reproducción de las condiciones de producción no se da por vía represiva sino por vía hegemónica.
Esto nos habla de dos cosas: que tal cómo nos han mostrado, desde distintas miradas, de Gramsci hasta Althusser, pasando por las distintas vertientes de la Escuela de Frankfurt, y etcéteras, el estado habitual del Estado no es el de la represión sino el de la hegemonía o el de la ideología y que, por consiguiente, la tendencia a la utilización de su aparato represivo por parte del Estado no puede entenderse sino es por un desplazamiento ejercido en la relación de clases que extrema las condiciones a un determinado lugar que escapa al aparato hegemónico o al ideológico.
Etienne Balibar, en su libro Ciudadanía, dice que una de las diferencias básicas del neoliberalismo con respecto al liberalismo radica en que ya no requiere de un Estado blando políticamente, sino que puede y necesita efectuar las dos funciones simultáneamente: la económica y la política; el neoliberalismo entra en las casas y define el “cómo ser” ciudadano. Las costumbres, las prácticas de los subalternos que el liberalismo clásico dejaba libre por su necesidad de un Estado políticamente blando, ahora se vuelven hacia su control: el neoliberalismo moldea las subjetividades para convertirlas productivas en torno a su ética, la del individualismo, la de la productividad, la del emprendedurismo, etc. El neoliberalismo, entonces, es la evolución del aparato ideológico del liberalismo que ha logrado penetrar en las subjetividades cotidianas. Esto nos puede dar un indicio del porqué de la casi nula resistencia obrera de la década de 1990. Pero para completar el análisis hay que mirar a la clase obrera, claro, y para mirarla no podemos no pensar en el mayor aparato represivo enarbolado por el Estado argentino en toda su historia, el de su última dictadura.
El seguidor (y retocador) de la teoría de la ideología althusseriana, Michel Pecheux, en su artículo Osar pensar y osar rebelarse, afirma que la característica esencial de la política revolucionaria es la desidentificación. Desidentificación del sujeto con respecto al gran Otro simbólico de la ideología, esa que lo interpela directamente haciéndolo “marchar solo”, en palabras de Althusser, sin capacidad reflexiva. La característica revolucionaria de la política de Lenin, por ejemplo, para Pecheux reside en “la concepción de la lucha de clases y de su relación con el ‘marco’ del Estado y de la Nación; la práctica leninista no se contenta con dar vuelta las evidencias impuestas por los Aparatos Ideológicos del Estado: se propone hacer volar en pedazos nociones como las de ‘derecho igual’, ‘reparto equitativo’, etc., mostrando que esas nociones presuponen su solución en el mismo momento en que se formulan las preguntas que ellas evocan, disimulando completamente que la verdadera base de la solución es en realidad incompatible con la de la pregunta: el ‘igual derecho’, el ‘Estado libre’, el ‘reparto equitativo’… son tan inconcebibles como el famoso cuchillo sin hoja al que le falta el mango”. Por esta razón, sigue Pecheux, la política revolucionaria es inevitablemente desregionalizante, ya que extrae a la praxis de los lugares establecidos por los Aparatos Ideológicos para ponerla a jugar en otros: “Desregionaliza la política sacándola fuera del Parlamento…”.
Y allí, entonces, aparecen los Aparatos Represivos del Estado. En metáfora que Sergio Caletti utiliza en Decir, autorrepresentación, sujetos: “Lo que el imperio del Príncipe pretende subordinar por medio de la ley es el desorden incesante que brota de una vida social cuyas consecuencias y resonancias se hacen políticas en manos de aquellos cuyas actividades se expanden y multiplican a la vera del castillo, en villorrios y ciudades.” ¿Qué otra cosa fue nuestra dictadura militar? Cuando la política fue extraída del “castillo” para practicarla en su “vera”, los treinta mil fueron asesinados sentando las bases políticas de la inserción económica del neoliberalismo menemista. No se puede entender el estado de la política burguesa sin entender el estado de la política obrera. Si el neoliberalismo pudo imponer la transformación ideológica, “cerrar sin represión”, fue porque la clase obrera había sido asesinada unos años antes.
La amenaza de desalojo en AGR-Clarín y el desalojo efectivo en Pepsico, solo se dieron cuando los obreros amenazaron con el control obrero de la planta. Mientras ellos pedían por la reincorporación, los policías se mantenían atentos, vigilantes, pero no represivos. Solo cuando pasaron los meses y los trabajadores no soltaban la fábrica, comenzando a plantear la posibilidad de gestionarla ellos mismos, fueron desalojados por las fuerzas represivas. Fue cuando desafiaron el estado del derecho que se convirtieron en políticos en términos de Pecheux, haciendo “volar en pedazos” las nociones establecidas de la política.
¿Estamos ante condiciones revolucionarias? Por supuesto que no, pero tampoco estamos en la desidia de la conciencia de 1990. “Este modelo no cierra sin represión” porque el estado político de la clase obrera no es el mismo que en el menemismo. Por lo menos existe una, muy importante, señal: la de volver a poner sobre escena que la política no se juega solo en el parlamento el cuál, como afirma Balibar, “no representa más que uno de sus aspectos y formas históricas posibles”, sino que más bien, y sobre todo, se juega en los “villorrios y ciudades”, según Caletti. Por eso lo importante es sostener el estado permanente de movilización en la calle.