Hay memoria, falta justicia
Mariano González*/El Furgón, 28 de octubre de 2016 – La comunidad Oñedie fue en estos días escenario de la memoria. Territorio recuperado luego de ser usurpado durante años por Gendarmería Nacional tras la masacre de Rincón Bomba, los 69 años que se recordaron en octubre recorrieron como mil sombras ese escenario de memoria que montó la Federación de Comunidades Indígenas del Pueblo Pilagá.
Promediaba 1945 y Juan Domingo Perón sembraba promesas de reforma agraria que se llevaría la lluvia. Los “socialistas” como Alfredo Palacios apoyaban la llegada a la presidencia de Robustiano Patrón Costas, quien signado por su nombre, era el dueño de las vidas y las muertes de la mano de obra esclavizada de los ingenios del norte argentino y uno de los artífices del despojo de los kollas. Ya en 1946, los kollas del Malón de la Paz, tras caminar dos mil kilómetros durante casi tres meses, renaciendo y renombrando los pasos de Tupac Katari, llegaron a Buenos Aires. Fueron recibidos por el General Perón, ya investido de presidencia.
Tras las sonrisas protocolares fueron “alojados” en el hotel de inmigrantes, revistiendo a la indiada de ese simbolismo de extranjeridad que perdura en las pieles.
Bajo un cruel silencio, fueron semanas después obligados a subir a un vagón que los arrojaría al olvido en Abra Pampa. Sin tierras, sin reforma agraria, sin justicia, precediendo, de alguna manera, la masacre de Rincón Bomba, que un año después se desataría a orillas del Madrejón.
Antes de que las balas de la Gendarmería Nacional acribillaran el pecho indio, el cacique Pablito (Oñedie) había sido invitado a Buenos Aires a entrevistarse con Perón. Su madre soñó la tragedia esa noche y advirtió a su hijo, Oñedie, que no viajara porque no volvería.
El 10 de octubre a las seis de la tarde la Gendarmería Nacional, por orden del Ministerio de Guerra, vomitó balas sobre los Pilagá congregados en la cercanía del río Madrejón, convocados por Luciano Córdoba (Tonkiet), líder espiritual y sanador. Los cantos se iban acumulando a medida que más y más personas llegaban en busca de la palabra de Tonkiet. En ese entonces, la Constitución Nacional aún rezaba que había que “conservar un trato pacífico con los indios y promover su conversión al catolicismo”, a la vez que existía un régimen de colonias al que eran sometidos los Pueblos Originarios y luego trasladas a la zafra como mano de obra semi-esclava, disciplinando los cuerpos e introduciendo a los “salvajes” a los márgenes del sistema. Los Pilagá estaban fuera de esas colonias, convocándose y expresándose.
Los dueños del poder, temerosos de una rebelión, catalogaron a la celebración política-espiritual de los Pilagá como un malón que saquearía el pueblo de Las Lomitas.
No fue un error, sino una acción premeditada de buscar el temor y el consenso previo a la matanza. Con la estigmatización y el terror infundido, la masacre encuentra costas donde desembarcar, mientras la población civil hace la vista gorda y los medios de la época guardan un silencio indeleble que duraría años. Pero los ancianos sobrevivientes han sabido cuidar la brasa de una memoria oral que revive con los vientos de la palabra.
La persecución duró varias semanas, incluyendo el bombardeo, seis días después, de un avión Junker, proveniente de Buenos Aires desde el que llovieron balas y la decisión política de matar.
Masacraron a varios centenares de personas, violaron niñas y mujeres, mutilaron cuerpos indefensos, desarmados; quemaron vidas aún con el último hilo de vitalidad en la garganta.
Se los oye tras el primer suspiro de la tarde. Hombres, niños y mujeres caminan la lengua del silencio. Sin patrones, ni estancieros ni el sutil puntero preñado de vanguardia.
Adelante las mujeres cuecen unos ojos duros y un paso que parece de otro tiempo, detrás los ancianos murmuran recuerdos inaudibles, de un pasado cada vez más hondo, como recitando memorias que un persistente viento del norte llevará lejos. Custodian su paso los muertos de ayer y de hoy, los acribillados por las balas uniformadas, los que dejaron sus pieles y sus huesos en hoyos sin nombre, los que sangraron el pecado de ser indios, los que aguardan todavía ser desenterrados del fondo de la historia.
En la escena de la memoria estaban los que nunca faltan. Nora Cortiña, Madre de Plaza de Mayo -Línea Fundadora-. Pablo Pimentel, de la APDH Matanza. Solano Caballero es uno de los dos sobrevivientes querellantes de la causa penal que permanecen con vida. Habló en idioma Pilagá y desovilló sus recuerdos sobre aquel 10 de octubre de 1947, lejos de la lealtad y lejos de la justicia social. Cerca del sistemático genocidio indígena sobre el que se fue edificando el Estado nacional y la “argentinidad”. Recordó que siendo un niño, con 13 años en sus bolsillos, aquella tarde eligió no huir, no correr ante la balacera, sino esconderse detrás de un quebracho colorado, al resguardo de las balas. Sus ojos inciertos de futuro veían cómo sus hermanos caían, derramando sangre y lágrimas.
Ahora ya anciano, Solano, apoyándose sobre un bastón de palo mataco de fuerte simbología entre los Qom y Pilagá, revivió con un suspiro ahogado años de búsqueda de justicia a tientas. El naranja del cielo se demoraba un poco más, entreverado con la tormentosa palabra del dolor y amansándose tras la primera negrura del ocaso. Después, la voz de los máximos dirigentes de la Federación: Bartolo Fernández, Presidente; Noole (Cipriana Palomo), Presidenta del Consejo de Mujeres y Ángel Navarrete, Presidente del Consejo de Ancianos.
Noole recordó el dolor de los ancianos “que durmieron con la esperanza de ver la justicia que no llegó”. Reafirmó que la organización seguirá adelante con la búsqueda de justicia e impulsando un proyecto de ley para que se reconozca la matanza de Rincón Bomba como un hecho visible, que forme parte de la historia argentina en la educación y en los diferentes ámbitos del Estado, esperando ver la justicia tan esperada.
Aunque el camino de acceso sea muy largo, tan largo, sobre todo para los pobres.
*Artículo publicado en la agencia Pelota de Trapo (www.pelotadetrapo.org.ar) / Fotos de la nota: Ana Laura Beroiz