Teresa Orbegoso: “Vivimos tiempos en que los gobiernos quieren eliminar nuestra capacidad crítica”
Por Marvel Aguilera/El Furgón –
Cuando Walter Benjamin dio a conocer su Tesis de filosofía de la historia, el cuadro macabro de Auschwitz se avecinaba. A principios de los años cuarenta el pensador alemán veía, allí donde el materialismo histórico señalaba acontecimientos con vistas a un fin, ruinas y catástrofes acumuladas. La historia no podía tener una continuidad si no se ahondaba en el pasado, en la vida de los vencidos, de la sangre derramada de aquellos que perecieron por defender la igualdad. La memoria necesitaba mantenerse viva. Sobrevivir. La escritura de Teresa Orbegoso indaga en esa consigna clave, mete los pies en el barro de la historia; en la tragedia y la esperanza de pertenecer a una tierra abatida, cuyos orígenes han sido pisoteados. En su poemario Perú exclama: “Estoy aquí para recordar la patria invisible de la infancia. Estoy aquí para saber finalmente quiénes somos. ¿Qué ha quedado de nosotros en medio de toda la niebla de Lima? No saber cómo te llamas, ni lo que fuiste, ni lo que hiciste. Andar perdido como un cuerpo que sólo sabe empezar y que nada aprende. Han sido los ecos de la ruina de mi despertar. Sea mi destino coser los pedazos descoloridos de nuestra bandera. Darle materia y forma. No desaparecer”.
En su último libro Comas (añosluz editora) la poeta e investigadora acude a un interrogante existencial para, desde allí, desgranar las ideas de un itinerario de ruta sentimental. Una hoja de vida que intenta llenar el vacío retórico de aquel planteo filosófico, aunque ciertamente humano. Cada uno de los poemas –Lima, Arequipa, Arenales– es un relato de vida, una intromisión en la memoria más sensible de su historia y de la historia de los pueblos: oprimidos, desangrados, obligados a una batalla de hastío y mezquindad perpetua. Orbegoso narra desde las marcas de su cuerpo, su grito casi desesperado es un alivio, un signo de vida vital en tiempos de penumbras, en medio del odio y el racismo a flor de piel en una región decepcionada con su porvenir. “Soy una sobreviviente/ Hace veintiún años que la depresión quiere ocuparse de mí/ Pertenezco a una serie de familias forjadas en la tristeza”. Comas es un diario de reconocimiento, un expurgatorio de la tragedia. La escritura de Orbegoso dispara sin vacilar, golpea, sacude. Deja traslucir su ímpetu entre las asperezas de un camino repleto de fósiles y podredumbre.
El Furgón:–¿Comas surge como un apéndice de tu anterior libro Perú?
Teresa Orbegoso:–Comas fue escrito paralelamente al libro Perú durante la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF. Surgió como la propuesta final de la materia de “No ficción” que dictaba la escritora María Sonia Cristoff. Su nombre inicial era “Diez estaciones del subdesarrollo”. Cambié el nombre porque todo lo que cuento refiere principalmente al lugar que me dio la mirada que tengo sobre el mundo ahora. Sentía que la poesía no me permitía escribir sobre lo que me había pasado. La crudeza de lo narrado no me permitía ser lírica.
E.F:–Hay un concepto central en el libro que es el “subdesarrollo”, que no está enfocado exclusivamente a lo socioeconómico sino a lo emocional. ¿Cómo lo definirías?
T.O:–Creo que en el texto Perú defino la forma más agresiva que puede tener este concepto sobre nosotros y cómo se impone a nuestra afectividad y a nuestros cuerpos. Revisar las relaciones con mis distintas parejas me permitió ver que no había vínculo real en ninguna de esas relaciones. Había una mujer que se conducía en la vida sin saber qué quería realmente. Lo que convertía al enamoramiento, al amor, al placer, al odio, al sexo, en palabras sin fundamento. Intenté en Comas poner una lupa sobre lo irreflexivo que había en mí y en mis vínculos. Trataba de mostrar esa pérdida de tiempo en el que ese extravío te coloca. Por ello, el feminismo y los feminismos me parecen fundamentales. Porque hay en ellos una demanda que nos permite a las mujeres y a los hombres prestar atención a cómo desarrollamos nuestras vidas no sólo en lo público sino principalmente en lo privado. En síntesis, nos permite pensarnos y eso es un jaque mate al maldito subdesarrollo.
E.F:–¿Por qué crees que llegamos a ese límite afectivo?
T.O:–Porque la educación y el sistema en general están hechos para que pensemos en tener cosas, desde títulos hasta una casa o un carro. Y en esa carrera nadie pone foco sobre lo que implica pensar nuestra humanidad y lo que realmente queremos o necesitamos. Todos deberíamos reclamar el derecho a revisar nuestras vidas, nuestra historia personal, nuestros vínculos. Por eso, como dice un poeta peruano: podremos progresar en lo material, pero no en lo espiritual. Y lo espiritual es lo que verdaderamente nos sostiene.

E.F:–En “Arenales” hacés foco en las imposibilidades y la necesidad de forjar una identidad que parece huidiza, decís que “ninguna persona merece vivir sin entender qué es lo que está pasando”. ¿Qué rol cumplió la poesía para sortear esos caminos de oscuridad e incertidumbre?
T.O:–Escribir poesía fue una de las capacidades que desarrollé voluntariamente para salvar mi vida. La pobreza me exigió ser creativa, luego la filosofía me enseñó a dudar y ahora el feminismo me permite revisar mis acciones y mis creencias. Aunque las cuatro capacidades ahora dialogan sinceramente. Me explico. Comas para mí fue por muchos años el distrito que me mostró la inequidad y la desigualdad que había en Lima en mi juventud. Sin embargo, en la niñez nunca supe que mi barrio había sido tomado por Sendero Luminoso. Las explosiones que escuchaba nunca las relacioné con el terrorismo ni tampoco el hacer todo el tiempo las tareas con vela.
Me sorprendía una casa dinamitada, sus símbolos pintados, pero no lo relacionaba con Abimael Guzmán, ni que en esos cerros que veía con obsesión pudieran vivir senderistas. Mis padres no hablaban de eso, pero no nos dejaban salir a la calle a jugar ni hablar con nadie del barrio y yo no sabía por qué. Por otro lado, recién de adulta una amiga del colegio me hizo ver cómo mis compañeras de la escuela privada en la que estudiábamos me veían como una niña pobre por mi forma de vestir y mi comportamiento. Además, la violación que sufrí de niña por mi hermano tampoco la entendí como tal hasta que fui adulta.
Mi cuerpo cambió después de eso, mi forma de relacionarme con los demás y no sabía por qué. Nadie hablaba, había silencio sobre ciertos temas. La autoridad del padre era incuestionable. Siempre sentí que vivía en un limbo, que estaba afuera de todo o con un pie en un lado y con el otro pie en otro lado. Nunca me sentí segura. No me veía. No tenía cuerpo. Tenía cabeza. Una cabeza embotada por información y conocimiento. Nunca pude entender todo lo que leía completamente.
Mi madre odiaba que no pudiera escribir las vocales y las palabras correctamente y me pegaba y me descalificaba con insultos. Crecí escuchando a mi madre todo el tiempo decir que los hombres eran malos y mi papá cuando se molestaba rompía las cosas o te lanzaba su odio con las palabras o la mirada. Él siempre debía ganar la discusión porque era el proveedor. Te amaba si le hacías caso en todo.
En este contexto de qué desarrollo humano podemos hablar, de qué identidad. Podríamos hablar más bien de una pedagogía de la crueldad. Y mi familia es una muestra, en pequeño, de la realidad en la que han tenido que crecer muchos niños en distritos de la periferia de Lima, donde los padres no podían cuidar de sus hijos porque tenían que trabajar.
La poesía me permitió poco a poco recuperar mi voz o encontrar mi propia lengua para decir las cosas. Mi no poder entender todo con exactitud, mi no saber encontró en la poesía un lugar donde esta condición no me excluía sino más bien me permitía entender mi manera de conocer, pequeña e imperfecta, al mundo. Yo intuía que lo pequeño era posible y era hermoso. Y nada tenía que cerrarse, que definirse. Aprendí a pensar.
Mi pobreza me brindó el material para reflexionar lentamente todo lo que me había pasado. La filosofía puso la luz y la oscuridad necesaria para aprender a leer todo de nuevo y el feminismo, estando ya casada, me llevó a la duda fundamental: cuál es la diferencia entre hombres y mujeres para que nos quieran someter todo el tiempo y decirnos qué es la vida, cómo debemos vivir y pensar y sentir y estar. ¿Quién dijo que no podíamos tener derecho a pensarnos a nosotras mismas?

E.F:–¿El racismo latente en América Latina se sostiene a partir de la negación de nuestros orígenes?
T.O:–El racismo sobrevive porque compramos esa forma de ver el mundo donde lo indígena, lo mestizo, lo negro representan aún, para las grandes urbes latinoamericanas, el atraso, la inferioridad. No nos cae la ficha que esa manera de pensar es un producto fabricado por nuestros colonizadores europeos como nos señala Aníbal Quijano en su ensayo Raza, etnia y nación en Mariátegui. En Perú todavía ser blanco significa que tendrás mayores oportunidades. La belleza y el poder que existe en la mezcla de todas nuestras sangres aún no se reconocen plenamente. Seguimos creyendo que ser negro, ser campesino, ser mezclado está mal. Para mí, a estas alturas, la pureza de la sangre no existe. Dejarnos gobernar por esas ideas nos hace perder demasiado en nuestros vínculos y en la vida en general.
E.F:–Por un lado marcás la creencia como un rasgo nato del habitante peruano, pero por el otro como una pesada carga que exhibe su dolor, ¿por qué?
T.O:–Los peruanos en su mayoría somos creyentes, creemos en algo que nos trasciende, pero para mí el problema es que esa fe viene del temor, del miedo a pensarnos fuera de una autoridad, de una ley, de una deidad y entonces ese estado te condiciona para no comprometerte con tu libertad. Se convierte en algo que deforma lo que eres porque es ideológico y todo lo ideológico te niega la posibilidad de pensarte y de pensar el mundo por ti mismo. Te encierra y ese encierro es doloroso porque te culpa, te dice cómo debe ser una mujer y te dice que ames a quien te destruye, a poner la otra mejilla para seguir existiendo en aparente paz. Te dice cómo debes llevar tu vida, tu amor, tu familia, tus relaciones. Y nadie tiene derecho a hacerte eso, menos una religión.
E.F:–Pienso en la tendencia política actual en la región, la idea de barrer con las ideologías y el pasado, borrar lo que fuimos y nos construyó. ¿Es necesario reconciliarnos con el pasado para afrontar este presente?
T.O:–Es necesario rever el pasado con la lupa del feminismo, revisar nuestras vidas, cómo nos hemos conducido hombres y mujeres en este mundo, volver sobre nuestra forma de vincularnos, de relacionarnos los seres humanos. Sobre la memoria, pienso que ella siempre es más. El feminismo para mí es el único sistema de pensamiento que te brinda un método para leer tu vida en este momento sin imponerte los resultados. Te permite ver más allá. Te permite reconocer e identificar que existe el patriarcado actuando en cada momento de tu vida como hombre o mujer. Es tremendo.

E.F:–Describís en Buenos Aires cómo los extranjeros se relacionan entre ellos, viven en pequeñas comunidades dentro del territorio ante una mirada algo supremacista de una parte de los porteños. ¿Ves en la Argentina un país que tiene pendiente la pregunta sobre su identidad?
T.O:–Sí. La tienen difícil porque a diferencia del resto de América Latina ustedes no están híper mezclados. Nosotros en una misma familia tenemos un cruce de sangres imposible de pensar en una ciudad como Buenos Aires. La idea de que los blancos son los buenos y los negros de mierda son los malos está infiltrada en la mente de casi todo porteño, incluso en la de los más pobres.
En estos momentos, para nosotros el color de la piel no define quién puede tener un auto, puede viajar al exterior, tener un nivel educativo superior o puede vivir en un barrio determinado. Y aunque sigue habiendo racismo en el Perú sabemos que cualquiera puede llegar a tener lo que quiere si se saca la mugre. Por eso existe el rey de la papa, el rey de la chatarra y el rey de Gamarra. Ya no sólo la persona con apellido inglés, judío o alemán es el que tiene dinero o posibilidades. Y esto se hizo posible gracias a que Lima fue construida por una migración interna, que le cambió el rostro a la ciudad y la obligó a ver esa otra cara que se despreciaba y que era el de las provincias. Y ahora, gracias a la cocina peruana, que es una mezcla de cocinas, también se hizo posible rescatar el poder de todas las sangres que había en el Perú como una fuerza.
E.F:–¿Escribir es tu forma de conectarte con tu tierra aún en la distancia?
T.O:–Sí. Siempre tengo la imagen de una migrante peruana, sola en su cuarto, sentada en su cama, cantando su huayno en quechua. Pienso en ella y me veo en ella y trato de escuchar lo que siente. Ese deseo de que su voz exista como en el poema de Juan Gonzalo Rosé. Ese deseo de que su voz, bajita, sea escuchada. Escribo porque aunque el Perú es un objeto inconmensurable creo que algo se puede decir de él y de esa mujer a la que nadie oye.

E.F:–La imagen de las locas con una palabra tatuada conformando un oráculo es muy fuerte, ¿se puede establecer algún tipo de conexión con el avance de los colectivos femeninos y el maltrato y la misoginia que reciben desde los sectores más conservadores de la sociedad?
T.O:–La imagen de la que yo hablo en el libro está anclada en una situación real que vi de niña cuando de la cima de un cerro de basura vi salir a una loca, completamente desnuda, ennegrecida por el polvo y la suciedad, con los cabellos enormes, enredados, como despertando y mimetizándose con los restos de botellas, fierros, madera, cartones y objetos abandonados en la avenida El Maestro, cerca de mi casa. Esa imagen que quedó guardada en mi memoria durante años se convirtió en un poema. Porque la locura de la que yo hablo genera epifanías, revelaciones.
E.F:–Cuando publicaste Perú dijiste que buscabas homenajear a los borrados de la historia, los laburantes que hacen grande un país y que son ignorados por las cúpulas de poder. ¿Esa metodología de invisibilización la ves profundizada en este último tiempo?
T.O:–Creo que vivimos tiempos en que los gobiernos quieren eliminar nuestra capacidad crítica. La apuesta es por una felicidad chata que no se hace preguntas. No estamos bien. Nos estamos yendo a la mierda y hay que reír, quedarnos entretenidos como topos en nuestras casas con una tecnología que es el equivalente de la muñeca de plástico que te regalaban tus padres cuando eras niña para jugar. El otro día pensaba en lo importante que sería que nos enseñen desde chicos a reparar las cosas, a limpiar una jaula, a lavar tu ropa, a ayudar a un invidente a cruzar la pista, conversar con un ambulante. Detrás de estos ejemplos está la enseñanza del cuidado que es fundamental para que una persona crezca como un ser responsable, respetuoso y capaz de reconocer al otro y lo otro. Se quiere invisibilizar los problemas profundos que atraviesan el mundo y todas nuestras sociedades latinoamericanas. La tragedia de la existencia humana como es la violencia contra las mujeres todos los días; la contaminación en la agricultura; el racismo; el problema de la deforestación; el cambio climático; la corrupción; la basura, etc., no están en la agenda de nuestros políticos. Y eso es gravísimo.

E.F:–En ese sentido, ¿Comas es un libro más personal? ¿Más íntimo?
–Sí. Comas se escribió como un diario político contra el lugar común, el racismo y la discriminación como bien lo reconoce Cristian Aliaga en el prólogo que escribió para el libro.
E.F:–¿Me describirías el distrito de Comas?
T.O:–Comas fue una de las primeras invasiones organizadas que comenzaron a poblar la periferia de Lima Metropolitana. En 1961 recién se le reconoce como distrito. Cuando yo era niña le llamaban despectivamente pueblo joven, asentamiento humano. Pertenece a lo que antiguamente se llamaba Cono Norte y que hoy han rebautizado con el nombre de Lima Norte. Es uno de los ocho distritos que lo conforman y es el cuarto más poblado del Perú. Fue construido por la migración interna que venía de la costa, la sierra y la selva del Perú buscando nuevas posibilidades ante el centralismo limeño.
Creo que hay dos situaciones que no se me borran de la cabeza de mi Comas natal: un ciego entra en una tienda tomado de la mano de una enana preguntando por una calle; una anciana sordomuda y cartonera espera tomar una moto-taxi con sus enormes bolsas de botellas de plástico a algún lugar sin que nadie le haga caso. Y estas dos imágenes representan para mí el Perú real, no el que quieren vender afuera.
Si tuviera que describirlo tendría que hablar del empuje empresarial que lo caracteriza; la pobreza; la avenida Túpac Amaru; los cerros pelados vestidos por las múltiples casas de cemento, ladrillo, madera y esteras, con sus larguísimas escaleras; de sus puentes para cruzar las avenidas tomadas por el caos vehicular; la tierra que se te mete en los zapatos; los micritos, los lancheros, los taxi-colectivos, los moto-taxi; los distintos tipos de ambulantes que venden sus productos en el piso, en carretillas y que aún van casa por casa; los infinitos comercios de todo tipo; las iglesias evangélicas y católicas; el cementerio; sus festivales de teatro popular y callejero; sus muñecones; los lugares campestres; los restaurantes de comida especializada en las cocinas de las distintas provincias del Perú; sus mercados; sus parques; sus huacas; el metropolitano; los camiones cisterna; su fenecido cine Túpac Amaru; los locos y locas que caminan desnudos; las polladas y la solidaridad.
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Fotografías: Jazmín Faillace