Afganistán, un país condenado a muerte
Guadi Calvo*/El Furgón – El sábado 20 de enero, el Talibán produjo un ataque al Hotel Intercontinental de Kabul, que finalmente dejó 43 muertos y casi 70 heridos (Ver: Trump, en su laberinto afgano). En mitad de la semana se conoció el asalto de hombres del Daesh a las oficinas de la misión de Save the Children en la ciudad de Jalalabad, capital de la provincia de Nangarhar, a unos 150 kilómetros al este de Kabul. El hecho dejó “solo” 6 muertos y 27 heridos, una noticia que por la magnitud de bajas hubiera pasado desapercibida, de no ser por el objetivo elegido: una ONG de origen británico que asiste, nada menos, que a niños víctimas de diferentes conflictos alrededor del mundo. El último ataque de gran magnitud se había producido en esa ciudad el 31 de diciembre pasado, cuando una explosión en medio de un cortejo fúnebre asesinó a 18 personas e hirió a 13 y el hecho fue también atribuido al Daesh. La provincia de Nangarhar, fronteriza con Pakistán, es una de las más conflictivas del país.
Este último sábado 27 otra vez el objetivo fue Kabul: una ambulancia conducida por un atacante suicida detonó al cruzar un puesto de chequeo policial que controlaba el acceso a una de las áreas más observadas por los organismos de seguridad la Plaza Sadarat; la explosión fue percibida a dos kilómetros de distancia.
El ataque, reivindicado por el Talibán, dejó hasta ahora 105 muertos y más de 200 heridos. La magnitud de la cantidad de víctimas se debe a que ese sector de la ciudad es por donde transita gran cantidad de personas, ya que allí se encuentran el antiguo Ministerio del Interior, donde funcionan varias oficinas gubernamentales y dependencias del Dirección Nacional de Seguridad (NDS), la principal agencia de inteligencia afgana, el hospital público Jamhuriat, una delegación de la Unión Europea, varias embajadas, mercados y, paradójicamente, el Consejo Superior de Paz, un organismo encargado de las negociaciones con el Talibán. A esto se le suma la hora elegida para el ataque, diez minutos antes de la una de la tarde.
Este ha sido el atentado más letal producido en la ciudad desde el 31 de mayo pasado, cuando un camión cisterna, con cerca de 15 mil kilos de explosivos, estalló en el barrio de las embajadas, dejando 150 muertos y 300 heridos.
Con este atentado, son tres los que ha sufrido Kabul en lo que va del año, lo que suma una cifra que sobrepasa los 160 muertos y abre sombrías perspectivas para los meses venideros, ya que los fundamentalistas realizan las grandes operaciones entre febrero y abril, ya saliendo del duro invierno, donde resultan menos efectivas.
Se cree que estos tres ataques fueron planeados y ejecutados por lo que se conoce como la Red Haqqani, un histórico aliado del Talibán, una organización a caballo entre el narcotráfico -fundamentalmente de opio y heroína- y el terrorismo, con una gran experiencia en operaciones urbanas.
Esta campaña invernal indica que su logística y espíritu de combate se ha reforzado, sin atender las amenazas de Washington que, desde la llegada de Trump, en varias oportunidades declaró que serían enviados entre tres y cinco mil hombres a Afganistán, cuestión que se demora sin explicaciones.
Sin respuestas ni escusas
Para Occidente tendría que ser inconcebible, ya que es responsable de haber profundizado la crítica situación afgana desde la invasión de 2001, y que nada se pueda hacer para poner fin al martirio que sufre Afganistán, en manos del Talibán y ahora también del Daesh, que a pesar de encontrarse en guerra entre ellos, cada día operan en el país con más osadía, en franco desafío al presidente norteamericano.
Las víctimas de este último ataque se suman a una cuenta que los números más conservadores llevan a 110 mil muertos civiles desde la invasión de 2001.
Según cifras oficiales, en 2016 murieron 3498 civiles y resultaron heridos 7920; solo en los primeros seis meses de 2017 -recién en unas semanas estarán los cómputos totales del año pasado-, resultaron muertas 1662 personas y 3581 heridas. El número de efectivos de las fuerzas de seguridad muertos en 2017 llegó a los 10 mil, mientras que 16 mil resultaron heridos; las bajas producidas al Talibán, serian similares.
Por su parte, la Misión de Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) ha denunciado que los menores representan un 30 por ciento de los muertos y heridos de los ataques terroristas, mientras se conocen cada vez más casos de reclutamiento forzoso de niños, tanto para la participación en acciones militares, como la colocación de los letales IED (improvised explosive device o artefactos explosivos improvisado).
La situación de seguridad en Afganistán empeora día a día. El gobierno encabezado por el presidente Ghani apenas controla poco más del 50 por ciento del territorio, y sigue en franco retroceso, mientras los integristas ya operan en Kabul -la ciudad más vigilada del país- prácticamente a su antojo y además en provincias como Nangarhar, Herat, Ghor, Kunduz y Helmand, donde la guerra se ha incrementado de manera exponencial.
Las políticas de Washington se dilatan al ritmo que los muertos se siguen amontonado en el país centroasiático. Los insurgentes aprovechan estas dilaciones y avanzan en la consolidación de sus posiciones tanto territoriales como políticas frente a un pueblo cada vez más aterrorizado.
Algunos de los principales factores de la inseguridad radican en lo profundo de la historia afgana, desde antiguos conflictos regionales, pugnas étnicas y tribales, disputas fronterizas jamás resueltas, a las que se le han agregado la delincuencia común, afianzada con los carteles del narcotráfico, el contrabando y la trata de personas, obviamente el fundamentalismo religioso y las disputas políticas entre las más alta dirigencia del país. Es conocida la crítica e intolerable rivalidad entre el presidente Ghani, quien funge como mucho poder, con su vicepresidente Abdullah-Abdullah, unidos en un “matrimonio” forzado y bendecido por el propio Departamento de Estado norteamericano.
El incremento del terrorismo suicida se produjo particularmente en los últimos seis años, donde tanto el Talibán como el Daesh apelan con más frecuencia al método de la autoinmolación. El terrorismo suicida, por lo difícil de anticipar y evitar, ha significado la gran carta de triunfo de muchos de los grupos fundamentalistas que operan en el mundo islámico y han llevado esa táctica al centro de Occidente con excelentes resultados, obligando fundamentalmente a los países europeos a extremar su seguridad, con el consabido gasto económico y político.
Las motivaciones religiosas son el principal argumento, pero también el odio creciente por la ya larga estadía de tropas extranjeras en Afganistán.
Más allá del avance tecnológicos en la construcción de dispositivos explosivos, sumado a la información que se puede obtener sencillamente por internet, y los cada vez más importantes recursos económicos de las bandas fundamentalistas, existen razones sociales, culturales y religiosas, que bien instrumentadas pueden convertir a cualquier militante en un suicida.
La profunda y larga crisis económica a muchas personas no da otra posibilidad que la opción de ingresar a estas organizaciones, con importantes recursos para pagar sueldos imposibles de conseguir en el “mercado laboral” afgano.
Aunque el Islam, que promete la vida después de la muerte, condena el suicidio, equiparándolo al incesto o la idolatría, la manipulación operada en las madrassas wahabitas lleva a muchos militantes a creer que tras ese “martirio” se ascenderá, sin escalas, a la Yanna (paraíso).
El argumento generalizado por los jefes de las organizaciones terroristas estriba en que la guerra le ha sido impuesta, y deben luchar a como dé lugar contra el invasor.
El terrorismo cuenta en Afganistán con un futuro soñado para sus mentores, fundamentalmente Arabia Saudita, Israel y poderosos sectores políticos dentro de la mismísima Casa Blanca. Tanto el Talibán como Daesh cuentan con recursos y razones para afianzarse cada vez con más fuerzas en Afganistán. Después de 17 años de una guerra contra la mayor potencia del mundo, los Talibanes no han sido vencidos aunque en esta guerra se condene a muerte a todo un país.
*Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.