La La Land, o cómo salvar el status quo en Hollywood
Santiago Brunetto/El Furgón – El año pasado, durante el desarrollo de la campaña presidencial en los Estados Unidos, distintos artistas de Hollywood comenzaron a compenetrarse políticamente en un intento de evitar el triunfo de Donald Trump. Cuando esto último terminó por concretarse, los artistas no dieron marcha atrás sino que, por el contrario, profundizaron su compromiso con la causa participando y hasta organizando movilizaciones. En enero, cuando Trump fue oficializado en el cargo presidencial, coincidió con la época de mayor exposición de este grupo. El derrotero de entrega de premios, que es habitual en todos los primeros meses del año, y que este año se cerrará el 28 de febrero con los premios Oscar de la Academia, sirvió como escenario perfecto para que el círculo de actores politizados expresara discursivamente su repudio a las políticas planteadas por el nuevo mandatario.
Casualmente, esta temporada de premios fue arrasada por el musical La La Land, película dirigida por Damien Chazelle (Whiplash). El film no sólo se llevó el galardón a la mejor película en casi todas las ceremonias sino que, además, alcanzó el record de catorce nominaciones para los Oscar (record que, hasta ahora, ostentaban Titanic y Eva al desnudo). Si se analiza el discurso argumentativo que estructura a La La Land se verá que su éxito no es justamente casual. En él se encuentran varias similitudes con buena parte del mensaje que los artistas politizados intentan expresar. Se trata de una defensa a un supuesto Hollywood pasado, donde todos tenían igualdad de oportunidades sin importar su nacionalidad, etnia o religión. Se trata de una reivindicación a un supuesto Hollywood cimentado por pasiones y sueños artísticos individuales que parecen chocar con los valores mercantiles que un nuevo Hollywood trumpista podría imponer.
“Toma tu corazón roto y conviértelo en arte”
Con esa frase Meryl Streep cerró su discurso AntiTrump en la última edición del Globo de Oro. Citando a su amiga recientemente fallecida Carrie Fisher (que a su vez parafrasea a Paul McCartney), la consagrada actriz se puso al frente de la resistencia de los artistas hollywoodenses. Su discurso tuvo gran impacto (por la potencia de su figura y por el lugar en el que fue esbozado), no sólo en los Estados Unidos sino que se convirtió en viral en todo el mundo durante varios días.
Lo que la consagrada actriz expresó no es más que el ejemplo máximo del sentimiento que por estos días anda rondando en Hollywood. Lo que rompe el corazón de sus artistas es la amenaza de Trump (que ya comienza a concretarse) de cerrar las fronteras norteamericanas a ciudadanos de determinados países, lo que vendría a amenazar una supuesta esencia hollywoodense. ¿Cuál es ella? Resumiendo el argumento de Streep, se trata de la apertura a cualquiera que tenga algo de talento para ofrecer, sin importar raza, etnia o religión. “Natalie Portman nació en Jerusalem, Ryan Gosling es canadiense…”, dijo la actriz. Utilizando una metáfora industrial bien estadounidense: “Hollywood ha sido construido por extranjeros” y, como ella señaló, “si los echamos a todos, sólo tendremos para ver fútbol y artes marciales… y esas no son artes verdaderas”.
Se encuentra entonces un llamado a defender a una supuesta esencia artística, a un supuesto “arte verdadero” que el nacionalismo de Trump viene a amenazar. Acerca de este “arte verdadero” La La Land tiene mucho para decir y es por esto que no es casualidad su éxito sino que, más bien, es una expresión de una percepción común entre los artistas de Hollywood, de un cierto “clima de época”.
La historia
El musical narra la historia hollywoodense de un joven pianista, encarnado por Ryan Gosling (Diario de una pasión, La gran apuesta, etc.), y una joven actriz, encarnada por Emma Stone (Birdman, Hombre irracional, etc.), cuyo amor por el arte va mucho más allá de su valor mercantil. Él es un enfermo del Jazz con el sueño de poner un club que revitalice a este estilo en un medio que está a punto de extinguirlo por completo. Ella es una enferma de la actuación que resiste, uno por uno, los rechazos a sangre fría en los castings porque su sueño es simplemente actuar en la pantalla grande. Ninguno de estos dos sueños individuales parece, en principio, ser plausible de compra. Esto queda claro apenas en las primeras escenas: mientras sus amigas concurren a fiestas para tener sexo con poderosos de Hollywood a cambio de una oportunidad, ella prefiere quedarse en su casa; mientras la hermana le ofrece la posibilidad de contactarse con una mujer que le brinde una chance discográfica, él prefiere quedarse tocando el piano. La historia se irá desarrollando a partir de los intentos industriales de comprar la pasión artística de estos dos personajes y, aquella convicción tan firme de no venderse al sistema, va quedando atrás a medida que ellos van consiguiendo oportunidades serias en el mercado hollywoodense. Los dos jóvenes terminan por hacer arte de su corazón, que la industria ha roto, para poder llegar a triunfar… justamente en la industria.
Estamos hablando entonces de sueños artísticos individuales. Contra lo que la película pretende protestar es contra un Hollywood que comienza a dar lugar a personajes marketineros por sobre aquellos con verdadero amor al arte. Los dos personajes del film se muestran nostálgicos de viejas épocas donde se daba oportunidad a cualquiera que tuviera algo de calidad para ofrecer, más allá de su imagen publicitaria, pero terminan por caer en su propia trampa, ya que sus sueños, basados en la libertad artística individual, no consisten más que en llegar a ser estrellas en ese mercado. No sólo nunca termina por plantearse la necesidad de una modificación en su funcionamiento, sino que los personajes terminan teniendo oportunidades en él, y hasta siendo felices en ese medio.
Aún si no entramos en el debate acerca de si un Hollywood así de abierto alguna vez existió realmente (si así lo fuera deberíamos obviar, por ejemplo, las listas negras del macartistmo y, supongo, estaríamos hablando de la apertura globalizante de finales de 1990 y la década del 2000, donde gran parte de los actores nombrados por Meryl Streep en su discurso ingresaron al mercado desde el exterior; así y todo, si indagáramos más profundamente, encontraríamos que esta imagen de un Hollywood abierto también responde a una estrategia publicitaria) se debe decir que aquí se encuentra un claro límite en la resistencia AntiTrump de los artistas, con expresión en La La Land, que justamente reside en ello: ser simplemente una resistencia AntiTrump y no un intento real de modificar el desigual status quo de la industria cinematográfica. El levantamiento de estos personajes parece ser genuino (la potencial defensa de una esencia artística desmercantilizada, tanto en los discursos como en la película, es valorable, aunque habría que rever cuál es esa esencia) pero, asimismo, se le impone un límite político que no dista mucho del límite que tiene el progresismo político estadounidense en general (por lo menos el que es levantado por las grandes cadenas televisivas). Se trata de un límite liberal e individualista (que es entendible teniendo en cuenta que cada uno de estos personajes ha construido su fama y fortuna gracias al funcionamiento del libre mercado actoral que se reivindica en La La Land), aquel que se percibe en Meryl Streep al citar las libertades constitucionales de los Estados Unidos en su discurso. Se trata de lo que el personaje de Emma Stone reclama: ser atendida en los castings con las mismas oportunidades que cualquier otra persona. Lo que valdría preguntarse aquí es si dicho personaje hubiera tenido siquiera la oportunidad de conseguir un casting, y esto tanto con Trump como con Obama; si encarnara, en vez de a una blanca y bella estadounidense, a una extranjera, musulmana o negra. Lo cierto es que, si bien Meryl Streep dice lo contrario, la cantidad de musulmanes, mexicanos, etc., que históricamente llegan al estrellato en Los Ángeles es ínfimo en relación con los artistas nacionales. La mayoría son recluidos a labores secundarias o, directamente, son obreros en los grandes estudios cinematográficos. Lo que atemoriza a la clase artística hollywoodense parece ser algo parecido a la gran pregunta que anda circulando por la clase media estadounidense: “¿Quién va a cosechar nuestros campos si expulsan a los mexicanos?” se traslada a un “¿Quién nos va a maquillar en el camarín?”. Se trata, más bien, de que se salve el Hollywood de la ley de la selva donde, en realidad, más que el más apasionado y talentoso, siempre triunfa el mejor ubicado.