lunes, octubre 13, 2025
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Francisco: 12 años de hipocresía vaticana

“La lucha contra el modernismo había llevado demasiado a la derecha al catolicismo, era preciso por lo tanto ‘centrarlo’ nuevamente alrededor de los jesuitas, es decir, volver a darle una forma política dúctil, sin rigideces doctrinarias, con una gran libertad de maniobra” / Antonio Gramsci – Cuadernos de la cárcel

 

El 13 de marzo de 2013 el humo blanco anunció al mundo que la alta jerarquía de la Iglesia Católica había logrado el consenso suficiente para designar al sucesor del papa Benedicto XVI. Renunciante frente a su impotencia para controlar la lucha de tendencias que corroe a la cúpula romana; enfrentamientos de jerarcas que esta vez adquirieron estado público, pese al hermetismo tradicional y la verticalidad a ultranza que el Vaticano impone a sus asuntos internos.

Por primera vez en la historia de la iglesia la designación recayó en un latinoamericano, el cardenal argentino Jorge Bergoglio, de reconocida militancia en la organización peronista de ultraderecha Guardia de Hierro. Los afiches “Francisco, argentino y peronista”, empapelaron la ciudad de Buenos Aires y el conurbano.

Sin duda que en el juego de alianzas internas del principado eclesiástico que permitió su elección habrá pesado su capacidad para restablecer el equilibrio institucional y tratar de invisibilizar las fracturas interiores que cruzan a la curia romana y al estrecho círculo de poder político y económico que la rodea. Despilfarro, desfalcos, déficits siderales, financiamiento del crimen organizado, todo en el marco de una cascada imparable de revelaciones acerca de pedofilia y otras perversiones, contaron sin duda en la necesidad de cambiar rostros, hábitos y conductas públicas de la alta jerarquía.

Para el nuevo papa esta sería su misión primigenia, porque la iglesia necesita recuperar la credibilidad de millones de creyentes en sus cúpulas y en sus pastores, como una condición indispensable y urgente para detener la fuga de creyentes de los últimos años, socavando las bases materiales de su poder milenario.

Para frenar esa sangría, en su estilo conservador, el nuevo papa estuvo obligado a imponer algunos cambios en la conducta de sus miembros, en la vida interna de sus estructuras y en la forma de abordar el impacto que la crisis capitalista tiene en la subjetividad humana. Todo para que no fuera tan notoria, como en los mandatos de sus últimos antecesores, la contradicción entre la prédica oficial de su jerarquía y el hacer de la iglesia como institución.

Pero desde la época feudal en que la iglesia romana devino en un poder casi absoluto en occidente, que se prolongó, aunque más limitado, bajo la hegemonía burguesa,  y se proyecta aún hasta estos tiempos de declinación capitalista, en la elección papal la dimensión política siempre está en el centro de las decisiones del cónclave de cardenales. Aunque no aparezca con la crudeza con que los Borgia compraron el papado, u oscurecida por disputas teológicas, económicas o políticas, como ocurrió en este caso; en aquel pasado feudal y en este presente capitalista, el papel de la iglesia como soporte ideológico para justificar la persistencia de las sociedades clasistas ha sido decisivo. Por eso su institucionalidad es garantía para las clases explotadoras, más allá de ocasionales encontronazos entre su jerarquía y algunos gobiernos.

Así ocurrió con el nuevo papa, que como integrante de las altas esferas de la iglesia argentina, guardó un silencio funesto y cómplice -cuando no actuando como entregador de sacerdotes como Jalics y Yorio que solicitaban su amparo-  durante la última dictadura que torturaba y desaparecía miles de ciudadanos, incluso muchos católicos profesantes, en algunos casos para acallar rebeldías y en otros por simple inercia del terrorismo de Estado. Como parte de esa jerarquía el entonces obispo se aferró al peso de una tradición histórica y ante el dilema de defender la sobrevivencia del sistema o la vida humana, no titubeó en contribuir a resguardar la primera.

La masividad e influencia de la fe católica en América Latina no es reciente. Sin embargo, el acceso al papado de un representante de su iglesia recién se produjo en 2010. Seguramente diversas causas influyeron para eso y muchas nunca serán conocidas. Pero hay una lectura política de esta elección que es inocultable.

Es América latina, para esta fecha, el epicentro de los cambios sociales que podían sacudir el futuro de un capitalismo que no termina de recomponerse, aún hoy, de una de sus crisis más grave. Es en América latina donde el horizonte socialista empezaba a ser visualizado más allá de las vanguardias, por amplios sectores del pueblo. Es en América latina donde los ecos de las luchas sociales y políticas revolucionarias de los años sesenta y setenta nunca pudieron ser silenciados del todo y reaparecen en múltiples rebeldías. Es en América latina donde crece sin pausa el antiimperialismo que tiene hondas raíces. Es en América latina donde reapareció la necesidad de la unidad de los pueblos y se dieron importantes pasos, como el ALBA, UNASUR, CELAC. En fin, es en América latina donde crecían liderazgos capaces de fortalecer la unidad de las amplias masas, aun cuando quedaba un largo camino por desbrozar.

Este es el derrotero que vino a obturar la iglesia, con Bergoglio a la cabeza.

Por supuesto que esta estrategia política del Vaticano no es novedosa. Su más reciente antecedente es la designación del polaco Karol Wojtyla, cuando era necesario acelerar la embestida de las fuerzas del capitalismo mundial contra el comunismo burocrático del este europeo, que ya mostraba serias fisuras internas, para acelerar su derrumbe. Como papa, Juan Pablo II cumplió a cabalidad su misión política contrarrevolucionaria, también en América latina, expulsando o aislando dentro de la iglesia a todos los sectores que, haciéndose eco de las necesidades de sus pueblos, se habían incorporado a las luchas por las transformaciones sociales y contra la explotación.

No era osado vaticinar hace diez años, que a corto plazo veríamos en nuestra geografía americana, atrás de las misiones pastorales, una fuerte ofensiva para encausar los procesos políticos, que, como el bolivariano confrontaban seriamente con los poderes tradicionales, hacia posiciones de “paz social” y “conciliación del capital con el trabajo”, es decir complacientes con los históricos enemigos locales e internacionales de los pueblos.

El entusiasmo que despertó en millones de creyentes de la región esta designación de un papa latinoamericano, como supuesto reconocimiento a una parte postergada de la cristiandad, en verdad tenía el definido objetivo de ser un contrapeso significativo para oponerse a los vientos de cambio que soplaban en este continente. Es decir, una vez más, la iglesia institucional como garante del capitalismo, como factor decisivo de la contrarrevolución mundial. Una vez más la utilización de los sentimientos de religiosidad popular para transformarlos en una atadura ideológica de las amplias masas a los valores que sustentan y justifican la supervivencia de las clases explotadoras.

La hipocresía vaticana muy pronto hizo pie en estas tierras, enaltecida por dirigentes del Movimiento Sin Tierra de Brasil, organizaciones populares bolivianas y  movimientos sociales argentinos, Bergoglio/Francisco dejó su mensaje: “Yo digo solo que los comunistas nos han robado la bandera. La bandera de los pobres es cristiana. La pobreza está en el centro del Evangelio.”

Portada: El Papa Francisco firma el libro de visitas en el Palacio de Belém, durante su visita a Portugal con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud 2023.